Los orígenes de la ideología del dominio humano sobre la naturaleza en Europa

 

César Augusto Botero 

 

Recibido: 19 de junio de 2018, Aceptado: 16 de marzo de 2020, Actualizado: 16 de junio de 2020

 

DOI: 10.17151/luaz.2020.51.1

 

RESUMEN

 

El propósito de este artículo de reflexión es mostrar que la pretensión de dominio sobre la naturaleza proviene de la separación que ha hecho Occidente entre “el hombre” y “la naturaleza”. Para hacer este recorrido histórico, se consultaron varias fuentes bibliográficas como Google Scholar, Redalyc, Scielo y algunas bibliotecas. Se encontró que las dos fuentes que originaron esta separación se encuentran en las dos fuentes principales de la cultura europea, las civilizaciones grecorromanas y el pensamiento judío, pues ambas tienen en su origen un dualismo fundamental que condujo a separar al hombre y a la naturaleza.

 

Palabras clave: medio ambiente, historia de Europa, Grecia antigua, Roma antigua, cristianismo.

 

The origins of the ideology of human domination of nature in Europe

 

ABSTRACT

 

The purpose of this reflection article is to show that the pretension of dominion over nature comes from the separation between "man" and "nature" that has been made in the West. To make this historical journey, several bibliographic sources, such as Google Scholar, Redalyc, Scielo and some libraries were consulted. It was found that the two sources that originated this separation are found in the two main sources of European culture, the Greco-Roman civilizations and the Jewish thought, since both have in their origin a fundamental dualism that led to separate man and nature.

 

Key words: environment, history of Europe, ancient Greece, ancient Rome, Christianity.

 

 


 

Introducción

 

Este trabajo, de reflexión histórica sobre la ideología del dominio humano sobre la naturaleza en Europa, se basa en un análisis textual de las principales tendencias de las raíces de la modernidad. Este apoyo textual es propio de una reflexión teórica y procura acopiar documentos los más recientes posibles de la literatura relativa al tema de estudio.

 

 

El problema

 

El problema que se pretende abordar en este artículo radica en que la que se ha llamado “cultura occidental” se cree dueña de la naturaleza y del planeta, y esa pretensión de dominio está en el origen del desastre ambiental de la actualidad. Esta idea proviene de las dos fuentes culturales que dominaron la Edad Media en Europa, la cultura grecorromana y la tradición hebrea. Estas dos vertientes se fueron mezclando y drenaron finalmente en la conformación de la idea de universo de la modernidad.

 

En la modernidad, el instrumentalismo de Galileo y el racionalismo de Descartes concluyeron en la ciencia de Newton e hicieron creer que la naturaleza y el hombre estaban separados, eran como dos sustancias independientes que, en términos del conocimiento, fueron el sujeto y el objeto (Descartes, 1637/2014). Por su parte, Newton, que introdujo un método de observación de la física, inventor del telescopio reflector, y que formuló las leyes de la dinámica, era también alquimista y teólogo arriano y consideraba que Moisés también fue alquimista. En su tiempo, la filosofía natural o cosmología conformó lo que hoy es la física, y fue dotada por Newton de sus principios matemáticos (Newton, 1687/1999). Esto provenía de la concepción de que la naturaleza provenía de una racionalidad y era organizada según la razón, de modo que podía ser matematizable racionalmente, de tal forma que la razón fue el principio de relación entre la naturaleza y el hombre. El entendimiento puede acceder al conocimiento de la naturaleza porque comparte con ella su racionalidad. Este principio cartesiano se empalma con el principio de observación inglés que aproximó a Newton con John Locke.

 

En la actualidad, cuando se habla de los “recursos naturales”, se inscribe esta denominación de la naturaleza en una ideología dualista, en la que el ambiente está separado de la sociedad, y es algo que “sirve” para la producción de bienes y servicios para la humanidad, que usa la naturaleza como un “recurso” para su provecho, o mejor, la teoría de los recursos se desarrolla en el mundo empresarial, de modo que las cosas, la naturaleza, los seres humanos son recursos del capital para reproducirse y para obtener ganancias. Esta forma de imaginar la naturaleza tiene su origen en esa modernidad racionalista que, en todo caso, tiene antecedentes de producción de máquinas transformadoras de la naturaleza desde tiempos remotos. Esa superación del dualismo moderno ha sido criticada por varios autores, desde Heidegger, hasta la actualidad como crítica al dualismo naturaleza-cultura (Perdomo, 2019), y en el dualismo humanos-no humanos que critica Bruno Latour, con su rescate del actor-red.

 

Estas posiciones frente a la naturaleza, en las que los hombres se creen amos y dueños del planeta, se remontan a por lo menos dos fuentes.

 

 

El origen grecorromano

 

La naturaleza en Grecia

 

El concepto de naturaleza no es un concepto natural ni eterno. Surge en la historia y se ha transformado con el tiempo. Según Max Pohlenz (1956), el concepto de naturaleza nació en Grecia con los jónicos. El hecho de nombrar la naturaleza como una entelequia autónoma significaba que sus leyes eran independientes de la voluntad de los dioses. Y los jonios, especialmente Anaximandro de Mileto, intentó mostrar que los humanos hacemos parte de esa naturaleza, estamos sumergidos en ella, y nuestro rumbo depende de sus leyes (Ángel-Maya, 2001).

 

Estas dificultades de sentido común ayudan a comprender los obstáculos que ha tenido la filosofía en definir el concepto. Puede decirse quizás que si hay un término que resuma las contradicciones del pensamiento filosófico ese es el de naturaleza. La principal dificultad ha sido precisamente si la naturaleza incluye o no al hombre y una respuesta adecuada a este interrogante es quizás uno de los ejes fundamentales de toda filosofía. (Ángel-Maya, 2001, p. 63)

 

Esa integración del hombre en la naturaleza ya indicaba opiniones que consideraban que no pertenecían al mismo orden de cosas, lo que se anuncia con la introducción del nous que es el espíritu, la parte más elevada del alma, y que no pertenece a la dinámica de phisis, de modo que Platón de Atenas contribuye a la separación al intentar superar el Arché de Anaximandro de Mileto que lo concebía como to apeiron, es decir, como principio ilimitado y, por consiguiente, sin forma, de todas las cosas. Lo que este quería significar era que la phisis tenía una dinámica propia y no dependía de ninguna voluntad externa y en esa dinámica se incluía el hombre (Jaeger, 1952).

 

Pero Platón de Atenas, que vivía ya un mundo imperial de la liga de Delos, disputado por la liga del Peloponeso, vivía en Atenas, que era una potencia marítima, cuyos barcos fueron construidos con las maderas de una ya devastada península, desde Macedonia hasta la propia Atenas, y esa flota fue hundida y restituida durante la guerra del Peloponeso por lo menos dos veces. El imperio se servía de los bosques para la guerra, y la concepción bélica de la naturaleza tuvo que penetrar luego en el Siglo de Oro en el que floreció el pensamiento filosófico (Yarza, 2016).

 

En muchas regiones la construcción de terrazas o el riego, el sobrepastoreo, la tala de los bosques por los romanos para construir barcos para pelear contra los cartagineses, o por los cruzados para resolver problemas logísticos de sus expediciones, han alterado profundamente algunas ecologías. La observación que el paisaje francés es de dos tipos —los campos abiertos y el boscaje del sur y el oeste— inspiró a Marc Bloch para realizar su estudio clásico sobre los métodos agrícolas medievales. (White, 2007, pp. 78-79)

 

En este contexto, Platón (271a-307c/2002) en el Eutidemo presenta a dos personajes como doctos y expertos en la guerra:

 

Estos dos hombres, Clinias, que están aquí —Eutidemo y Dionisodoro—, son personas doctas que no se ocupan de insignificancias sino de asuntos importantes: conocen todo aquello concerniente a la guerra y que debe saber quien aspire a convertirse en estratego —es decir, la táctica, la conducción de los ejércitos y el adiestramiento necesario para luchar con las armas—. Además, son también capaces de lograr que uno sepa defenderse en los tribunales, si llega eventualmente a ser víctima de alguna injusticia. (271d)

 

Y encuentra que el disponer de armas es un bien: “Así, pues, también en la guerra —continuó—, puesto que hallarse provisto de armas es un bien, conviene empuñar el mayor número posible de lanzas y escudos, ya que son precisamente un bien” (290c).

 

Platón vivió la guerra del Peloponeso y considera que el arte de la guerra es algo nada trivial. Cree que la defensa es una virtud y que se debe utilizar todo lo necesario para garantizar la victoria. No se trata de adscribirse aquí a un determinismo del entorno sobre el pensamiento, pero sí de ubicar a los pensadores en un espacio y un tiempo del que no se pueden abstraer, puesto que el pensamiento es siempre histórico. Y en este sentido, el contexto de guerra, concebida como un arte superior, conduce a concebir la naturaleza, la phisis, como un entorno que proporciona lo necesario para la defensa del hombre, que es el centro del cosmos en el humanismo griego.

 

Este dualismo platónico entre phisis y nous, entre alma y cuerpo, entre pensamiento y materia dominará el pensamiento de la Edad Media y será recogido en la modernidad racionalista de una manera distinta, como veremos adelante, pero de todas maneras es un dualismo que implica un dominio. Es un dualismo que ha tenido momentos de conciliación, como ocurrió con el estoicismo, que concibe a Dios, al nous eterno, como inmerso en la naturaleza, como principio que impregna la materia de razón (Ángel-Maya, 2001).

 

El derecho romano

 

Roma es la heredera del pensamiento griego, pero su preocupación gira en torno a la consolidación del imperio antes que a la búsqueda de la verdad o al desarrollo de la racionalidad de la filosofía aristotélica. Roma hereda de Grecia el concepto de isonomía de los ciudadanos, lo que deriva en la creación del derecho romano. Esto se debe a que la intención de Roma es la consolidación y la expansión del imperio, de modo que su estructura social se amplía en la casta militar (el orden ecuestre), y el desarrollo del pensamiento jurídico tiene una intención de dominio imperial, de modo que la herencia que Roma le deja al mundo tiene una intención de dominio más que de isonomía para la ciudadanía (Ángel-Maya, 2000).

 

De hecho, en la evolución de la Roma conquistadora, se va consolidando el orden ecuestre, que domina especialmente en las provincias, y que conforma un poder con un peso enorme ante el senado y ante el emperador.

 

La desigualdad, sin duda, va evolucionando a lo largo del Imperio. El orden ecuestre empieza a predominar sobre la antigua nobleza senatorial y desde el tiempo de Claudio, se apodera de la vida política y administrativa. La burguesía comercial alimenta el orden ecuestre. La plena posesión de la persona se amplía con la ciudadanía, sobre todo a partir del siglo tercero. (Ángel-Maya, 2000, p. 41)

 

En este proceso de instauración del orden ecuestre, en la expansión del imperio, Roma va tejiendo una red de carreteras con un fin militar, pues necesitaba desplazar los ejércitos rápidamente, y la fundación de ciudades, que llegan a 5.627 (Mumford, 1966), va cubriendo con cemento centenares de hectáreas en todas las provincias.

 

En las ciudades romanas se planificaban sus dimensiones y trazados cuando ocupaban o construían una ciudad. Las aplicaciones del cemento les posibilitó también la monumentalidad y expansión de sus arquitecturas. El cemento posibilitó la substitución del sustrato natural ecosistémico por un sustrato artificializado que aunque simplificaba la complejidad de las propiedades del suelo (impermeabilización, incapacidad de germinación semillas y absorción de gases atmosféricos), incrementaba la variabilidad de los asentamientos humanos al aumentar la velocidad en los flujos informativos entre ellos. Lo que ampliaba a la vez la concepción de sistema unificado a mayores extensiones planetarias, exportando sistemas restrictivos de conductas a lugares cada vez más alejados del centro generador original (Roma). (Antequera, 2004, p. 60)

 

En la actividad expansiva del imperio, el orden ecuestre va introduciendo modificaciones en el derecho, hasta llegar a una separación completa de la propiedad pública y la propiedad privada, de tal modo que los propietarios privados podían hacer en su tierra lo que quisieran, sin que hubiera un control político sobre ello. Los soldados que ocuparon territorios se apropiaron de terrenos propicios para la agricultura y disponían de esclavos para cultivarlos. Pero, si querían, podían tumbar los bosques que hubiera en esos terrenos y si querían incendiarlos, también podían hacerlo.

 

La ingeniería de la construcción de ciudades estuvo muy bien planteada en Roma, ya que se limitaba tanto su superficie como su población, que se restringía a unos 50.000 habitantes. Llegaron incluso a planificar la ordenación del territorio para conseguir la autosuficiencia y el equilibrio entre la ciudad y su entorno. En muchas regiones la colonización fue acompañada por un orden similar de planeamiento del paisaje, trazados de caminos y división de los campos en largas parcelas rectangulares que aún hoy son visibles desde el aire y a las que se respeta su uso diario. Aunque Roma ciudad, en su máximo apogeo imperial acogió aproximadamente a un millón de habitantes. (Antequera, 2004, p. 67)

 

Pues bien, esa metrópoli de la antigüedad, que fundó ciudades en toda Europa, concentraba problemas ambientales en su interior que no fueron fáciles de resolver y que en muchos casos se le salieron de las manos. Fueron problemas ambientales que perturbaban el bienestar de los ciudadanos, puesto que la acumulación de desechos y la ineficiencia de su sistema de alcantarillado dejaban al aire público una contaminación del aire como no se había vivido en ninguna otra ciudad.

 

Si bien la masa de población podía acudir de día, pagando una pequeña suma, a los retretes públicos del vecindario, depositaban la basura doméstica en cisternas cubiertas, situadas al fondo de los pozos de las escaleras en sus populosas casas de inquilinato, de donde la extraerían periódicamente los estercoleros y los basureros. La misma extracción puntual nocturna apenas disminuiría el hedor que sin duda imperaba en los edificios (la orina, recogida en jarros especiales, era utilizada por los bataneros para trabajar los paños). A diferencia de la eliminación de las aguas, el abono de estiércol tenía la ventaja de reabastecer el suelo de las granjas circundantes con una sustancia rica en nitrógeno [...] Pero la carga procedente de esta vasta población de tugurios debe haber sido mayor que la que podía soportar la tierra vecina [...] Todo ello junto a los cinturones de basureros en el exterior de la ciudad, con fosas de cadáveres de hombre y animales en putrefacción generaban un ambiente más que insalubre. También el tránsito rodado fue un problema en las ciudades romanas. En Roma la gran aglomeración incrementó el uso del carro teniendo que ser regulado por diversas autoridades, ya que la congestión era intolerable. (Antequera, 2004, pp. 69-70)

 

El crecimiento urbano no tenía precedentes suficientes como para haber diseñado una tecnología que soportara la alta carga de desechos sólidos y de otros que se vierten actualmente en los ríos, y que entonces corrían en superficie de las calles de la ciudad. Esta presión de residuos produjo en Roma un problema que ya no solo fue ambiental sino social (Mumford, 1966).

 

De todas formas, pese a la devastación y al sistema de planificación y de vínculo con el entorno, en función de la sostenibilidad de la ciudad, no del entorno, a la caída del imperio y con las migraciones de las hordas bárbaras de Oriente, Lucien Boia (1997) anota que, a la llegada de los bárbaros: “Un inmenso bosque cubría el continente de un extremo a otro; en los claros había pueblos, castillos y monasterios. El hombre vivía inmerso en esa naturaleza no domeñada” (p. 68).

 

Ese bosque que cubría Europa y que Roma no había sido capaz de derribar era, en todo caso, un complejo paisaje que entretejía las ciudades fundadas por el orden ecuestre romano, las vías y los cultivos que alimentaban las ciudades. En todo caso, el bosque, fuente de una fértil imaginación narrativa que trajo personajes del lejano Oriente (Boia, 1997), ese bosque poblado de enanos y hadas, debía ser desbrozado para los cultivos del imperio de Carlomagno (748- 814), en la segunda mitad del siglo VIII y la primera década del siglo IX. Marc Bloc (1978) relata que: “Carlomagno prescribía a sus intendentes que desbrozaran en sus bosques los lugares favorables y no permitieran que los campos fueran de nuevo ocupados por el arbolado” (pp. 71-72).

 

En esta forma, se va estableciendo que para afianzar los imperios era necesario devastar el bosque. Al menos, esto puede observarse en relación con los imperios que hemos mencionado, el imperio griego, el imperio romano y el imperio Carolingio.

 

 

El origen hebreo del dominio sobre la naturaleza

 

En los relatos de la creación del mundo en el Génesis, se expresa, más que cualquier otra cosa, la relación de dominio sobre el mundo natural:

 

En el relato mesopotámico, construido sobre el agua, Dios crea el mundo en siete días y, al final de su creación, crea al hombre:

 

Dijo Dios: “Hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y dominen en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra.

 

Y creó Dios el hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; macho y hembra los creó.

 

Y los bendijo Dios y les dijo: “Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla; dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra”. Dijo Dios: “Mirad que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra y todo árbol que lleva fruto de semilla: eso os servirá de alimento. Y a todo animal terrestre, a toda ave de los cielos y a todo ser animado que se arrastra sobre la tierra, les doy por alimento toda hierba verde”. Y así fue. Vio Dios todo cuanto había hecho, y he aquí que estaba muy bien. Y atardeció y amaneció el día sexto. (Biblia de Jerusalén, 1967, Gén.: 26-31)

 

Nótese que en este relato el hombre es creado al final, a imagen del creador, y es puesto frente a las otras creaciones para que se reprodujeran y dominaran esas creaciones. En el segundo relato, de origen Yahvista, en cambio, el orden de la creación se invierte:

 

El día en que hizo Yahveh Dios la tierra y los cielos, no había aún en la tierra arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues Yahveh Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo. Pero un manantial brotaba de la tierra y regaba toda la superficie del suelo. Entonces, Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente.

 

Luego, plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado. Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí repartía en cuatro brazos […] Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en el jardín del Edén, para que lo labrase y cuidase. Y Dios impuso al hombre este mandamiento: “De cualquier árbol del jardín puedes comer, más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieses de él, morirás sin remedio”.

 

Dijo luego Yahveh Dios: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada”. Y Yahveh Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, mas para el hombre no encontró ayuda adecuada. (Biblia de Jerusalén, 1967, Gén.: 4-20)

 

En este segundo relato, Dios crea primero al hombre de polvo del desierto y lo hace vivir. Luego, crea el jardín y ubica en él su primera creación, el hombre, para que este nombre todas las cosas. En la cultura hebrea, ponerle nombre a algo es dominarlo. Por eso, el nombre de Dios, Yahveh, es una alusión indirecta, pues, según algunos autores, el verbo hebreo hayah alude a una presencia viva y activa y, por consiguiente, el Tetragrámaton significa: “Yo existiré por mí mismo” o “Yo soy el que existe por sí mismo” (Hollar, 2016), es decir, no es propiamente un nombre, porque si el hombre conociera el nombre de Dios, o pudiera nombrarlo, lo dominaría. De modo que el acto humano de ponerle nombre a la creación de Dios es un acto de dominio. Y ese es su mandato. Dominar la naturaleza.

 

Esta perspectiva es explicable, porque la concepción del Dios hebreo se forma como una superación de los dioses neolíticos que se consagraban a las fuerzas naturales, de modo que había un dios del río, un dios del mar, como fue Poseidón, un dios de las cosechas, un dios de la lluvia… en cambio, el Dios hebreo era el dios de la ley, y la ley era el elemento de aglutinación del pueblo hebreo. Por eso, el Dios de la Ley hebreo dominaba sobre todos los dioses, como lo fue también el Dios de Platón, que era el dios de la verdad. El henoteísmo judío es menos radical que el monoteísmo platónico (Ángel-Maya, 2000), pero tanto en Grecia como en Roma el dios de los filósofos no logra erradicar los cultos a los dioses domésticos ni destruye los dioses homéricos. Y, en ese sentido, el dios judío concentra el culto y el misterio del universo. La exaltación del dios de la ley por encima de todos los demás dioses es recogida posteriormente por el cristianismo y, en todo caso, implica una actitud frente a la naturaleza sobre la cual el hombre tiene una responsabilidad de dominio.

 

 

La reunión de las dos tendencias

 

El pensamiento helénico y la tradición judía se reúnen en el cristianismo de Pablo de Tarso que logra hacer del cristianismo la religión del imperio (Ángel-Maya, 2001). En efecto, Pablo de Tarso, ciudadano romano, que no conoció a Jesús, que fue formado en la escuela helenística, comprendió que el imperio necesitaba un aglutinante religioso que estaba en germen en algunas ideas cristianas (Ángel-Maya, 2001). Entonces, construyó una teología de la salvación del alma individual. Roma necesitaba una promesa de inmortalidad y la tuvo de una semilla que germinó en sus catacumbas.

 

La cultura helénica había penetrado a Roma, aunque había perdido la libertad, porque había perdido la tierra y el dominio sobre los bienes. Roma dominaba el mundo griego, aunque bebía de sus odres. Y los griegos en Roma se aferraban a su pasado glorioso, en una memoria que no lograban mantener viva sino como nostalgia de su propio dominio, de modo que la identidad griega se mantenía porque había penetrado a Roma y porque se aferraba a su memoria (Moreno, 2014).

 

En Roma se persiguió el cristianismo, pero no se hizo como ideología, sino como culto, porque se pensó que la mística de los cristianos podía socavar el imperio. Pero cuando el emperador comprendió que era justamente la salvación del imperio, no dudó en acoger esa nueva ideología que le permitiría poner la mirada del pueblo en un más allá escatológico y aquí, en el mundo del pecado, resignarse a un sufrimiento que se presentía efímero por gracia de la promesa de un cielo futuro.

 

En la perspectiva paulina, recogida posteriormente por la pluma de Agustín de Tagaste, este mundo está signado por el pecado, de modo que la enfermedad, la muerte y todas las concupiscencias provienen del pecado. Y esta forma de concebir el mundo tiene implicaciones profundas en la vida cotidiana y en la manera de relacionarse con la naturaleza. La concepción del tiempo y de la historia que se desprende de la concepción paulina es la de un tiempo teleológico, que empieza en Dios, con el primer relato de la creación que se vio arriba, y termina en la escatología apocalíptica en Dios. Es decir, es un tiempo que empieza en el no-tiempo de Dios y termina en el no-tiempo de Dios. Y en este tránsito, el tiempo del hombre es el tiempo del pecado. En Agustín es el tránsito entre la ciudad del hombre y la ciudad de Dios, que está al final de la historia. Y en este tiempo del hombre, la naturaleza está asociada al pecado. Ya el hombre no habita en el jardín del Edén, sino en una naturaleza cuerpo sometido a todas las concupiscencias de la carne. Y el juicio final, universal y arrasador acabará con este mundo pecador, de modo que el dominio del hombre sobre la naturaleza está legitimado como el dominio sobre una naturaleza que proviene del pecado de Adán.

 

Para entender a Pablo de Tarso, debe saberse que en el cristianismo primitivo hubo dos tendencias, representadas la primera por los discípulos de Jesús, especialmente Pedro y Santiago, que consideraban que la enseñanza central de Jesús fue la de la hermandad universal por ser hijos de un mismo padre. Se expresa en el evangelio de Mateo, especialmente en el sermón de la montaña, en el que el reino de Dios es un reino terrestre y la fraternidad se vive justamente en este mundo. Esta inmanencia del amor se opone a la concepción paulina, con seguidores como San Lucas, cuyo evangelio es una consagración de la concepción salvífica de Pablo. Es significativo que el gnosticismo de Juan y la perspectiva salvífica de Lucas sean posteriores a la predicación de Pablo, de modo que el nuevo testamento es especialmente paulino. Solo se advierten algunos rasgos de la predicación inicial de Jesús en las cartas de Pedro y de Santiago y en el evangelio de Mateo. De hecho, las disputas personales entre Pablo y Pedro y los discípulos seguidores de este último llegaron a ser agrias (Ángel-Maya, 2001).

 

En Roma solo el estoicismo habría sido una alternativa como ideología del imperio, pero el estoicismo carecía de mística redentora y estaba ausente del mundo del culto, no proporcionaba una “religión”, es decir, una capacidad de re-ligar, de aglutinar a los fieles, como lo hizo el cristianismo.

 

La perspectiva helenística de la naturaleza de Pablo de Tarso reúne, entonces, la concepción humanista griega, la concepción legalista de expansión del imperio y la perspectiva de superioridad y dominio sobre la naturaleza de la tradición judía. Y esta convergencia de tres tradiciones transita la Edad Media hasta los albores del Renacimiento con Francisco de Asís que se inclina a la adoración de Dios en las criaturas y asume que el hombre ha sido redimido del pecado de Adán por Cristo (Martínez, 2014).

 

El mayor milagro de San Francisco es que no terminó en la estaca, como muchos de sus seguidores izquierdistas. Francisco fue tan claramente herético que un general de la Orden Franciscana, San Buenaventura, un gran cristiano y además muy sensible, trató de suprimir los primeros registros del franciscanismo. La clave para una comprensión de Francisco es su fe en la virtud de la humildad, no solamente para el individuo, sino para el ser humano como especie. Francisco intentó deponer al hombre de su monarquía sobre la creación y fundar una democracia entre todas las criaturas de Dios. (White, 2007, p. 85)

 

No obstante, la Iglesia del Renacimiento se obstina en la perspectiva salvífica de Pablo, de modo que el boato y el sentido imperial de la jerarquía de Roma dura hasta el siglo XX.

 

 

El dominio humano de la naturaleza en la modernidad

 

El dios naturaleza del Renacimiento

 

El humanismo del Renacimiento, cuyo antecedente próximo es Francesco Petrarca (1304-1374), hunde sus raíces en la alquimia, en la magia esotérica y en una concepción del hombre que se diferencia de la del humanismo griego en que no ubica al hombre como centro del universo y medida de todas las cosas, sino como integrado al universo y fruto predilecto de Dios. La apertura de Petrarca a la magia se comprende medio siglo más tarde en el florentino Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) (Goñi, 2011).

 

El concepto de magia que maneja Pico, en cambio, supera esta visión popular. Para él la magia es como un concepto primitivo de ciencia, un saber precientífico que une al hombre con la naturaleza, una suerte de “consumada filosofía natural”: la magia natural, que es lícita y no está prohibida, sino que es “pars practica scienciae naturalis”. (Goñi, 2011)

 

Esta aceptación de la magia natural y el rechazo por la hechicería y la adivinación astrológica de Pico della Mirandola revelan un cambio en el paradigma de conocimiento que se va asentando en el Renacimiento (Garin, 1973). Este nuevo paradigma concibe la libertad del espíritu como el acercamiento sin ataduras dogmáticas al conocimiento de la naturaleza, de modo que la magia natural es aceptada porque se refiere a los símbolos ocultos de la naturaleza, que no son conocidos por las formas tradicionales de aproximarse a los fenómenos y que solo se pueden conocer mediante un acercamiento erudito a la naturaleza, especialmente a la astrología y a la alquimia.

 

A la magia diabólica no se dedicó jamás varón dado a la filosofía y los que la cultivaron siempre la encubrieron por considerarla deshonrosa. A la magia natural, por contra, se dedicaron Pitágoras, Empédocles, Demócrito y Platón y de ella derivó en la antigüedad la gloria del saber. (Della Mirandola, 1984, p. 132)

 

A este tipo de ciencias ocultas de la naturaleza se dedicó en el siglo XVI el napolitano Giordano Bruno (1548-1600), que fue un espíritu curioso, para quien la magia está relacionada con la teoría de los vínculos de las fuerzas naturales y de los seres humanos. La práctica del mago es atender la imaginación, que nos abre a los afectos “que pueden conmover a un ser viviente” (Bruno, 2007). Giordano Bruno fue condenado a morir en la hoguera por sus creencias científicas, pues se acogía al sistema copernicano y no al ptolemaico en el que se adscribía la Iglesia. No obstante, las razones de su condena se refieren especialmente a sus opiniones religiosas y a la práctica de la brujería.

 

    • Tener opiniones en contra de la fe católica y hablar en contra de sus ministros.
    • Tener opiniones contrarias a la fe católica sobre la Trinidad, la divinidad de Cristo y la encarnación.
    • Tener opiniones contrarias a la fe católica en relación a Jesús como Cristo.
    • Tener opiniones contrarias a la fe católica en relación a la virginidad de María, la madre de Jesús.
    • Tener opiniones contrarias a la fe católica en relación con la transubstanciación y la misa.
    • Decir que existen múltiples mundos.
    • Tener opiniones favorables de la transmigración del espíritu en otros seres humanos después de la muerte.
    • Brujería (Firpo y Quaglioni, 1993).

 

El espíritu inquisidor persiguió, casi por las mismas razones, y por el mismo agente que condenó a Bruno, años más tarde, al pisano Galileo Galilei (1564-1642). Pero el sentido de las prácticas de Galileo fue diferente, porque este tenía a su disposición el telescopio que le permitía “demostrar” que sus afirmaciones eran ciertas. Por supuesto, los ministros de la Iglesia no se asomaron jamás al telescopio de Galileo y si lo hubieran hecho no habrían entendido lo que veían. Galileo fue más astuto que Giordano Bruno y se retractó en el juicio inquisitorial. No obstante, a la salida del juicio, pronunció su famosa frase “E pur si muove” para significar que no importaba lo que él dijera o lo que dijera la Santa Inquisición, la naturaleza sigue su curso y tiene sus leyes (Robertson, 2006). Esta es la verdadera revolución de Galileo, frente al dogmatismo de la Iglesia y ante la filosofía anterior. Y este es el verdadero inicio de la modernidad.

 

 

La naturaleza en la modernidad

 

Descartes postuló el problema del conocimiento mediante un dualismo semejante al platónico, entre sujeto y objeto, y dicho problema se refiere a la busca de la verdad absoluta, a la verdad sin duda (Descartes, 1637/2014), y encontró que solo el conocimiento originado en el propio sujeto no tiene duda, puesto que la acción de los sentidos, único puente con el mundo del objeto, es engañosa. Por su parte, el empirismo inglés se dio a la busca de la verdad posible sobre el mundo y elaboró una forma de aproximarse al objeto sensible, fuente de todo conocimiento. En todo caso, también en el empirismo subsiste el dualismo entre las dos sustancias del conocimiento, el sujeto racional interior que conoce, y el objeto empírico exterior que es lo conocido.

 

La modernidad que empieza con Galileo y se formula filosóficamente con Descartes parte de estos postulados y se desarrolla en dos planos: la producción de un pensamiento que se propone el problema del conocimiento como asunto central, y el dominio de una naturaleza cada vez más urbanizada.

 

Aún en sus albores, inscrito en una perspectiva cartesiana, el holandés Baruch Spinoza (1632-1677) plantea una teología de integración del hombre a la naturaleza y concibe un dios cósmico inmanente, semejante al dios de Giordano Bruno, condenado por lo mismo solo medio siglo atrás. Para Spinoza, no hay dos, sino tres sustancias que son el pensamiento, la extensión y Dios. Y su panteísmo parte de la reunión de esas sustancias en una sola, de modo que Dios es la naturaleza y el pensamiento al mismo tiempo (Spinoza, 1988).

 

En adelante, los esfuerzos de la filosofía moderna se debaten en la posibilidad de conciliación de las dos substancias separadas por Descartes, de modo que Kant (1781/2002), Hegel (1985) y aun Marx (1844, 1986) avanzan hacia una forma de concebir el pensamiento como una unificación de las substancias separadas por Descartes y reunidas en Dios por Spinoza.

 

En el conocimiento hasta ahora hay otro dualismo oculto que radica en la separación de la ciencia y la técnica (Matcham y Mackey, 2004). Es decir, el conocimiento, desde Grecia, fue especulativo y solo podía dedicarse a él una casta aristocrática que no estaba vinculada a la producción de bienes en ningún campo (Berard, 2008). Según Linn White Jr. (2007), la reunión de estas dos prácticas solo ocurre en el siglo XIX, con la Revolución Industrial.

 

Pero no fue sino hasta cuatro generaciones atrás que Europa occidental y América del Norte concertaron una fusión entre ciencia y tecnología, una unión de las aproximaciones teóricas y empíricas a nuestro ambiente natural. El surgimiento de la difundida práctica del credo baconiano: que el conocimiento científico significa un poder tecnológico sobre la naturaleza puede apenas datarse antes de 1850, salvo en la industria química, donde ya existía en el siglo XVIII. (White, 2007, p. 79)

 

Esto significa que la práctica social productiva, según el modo de producción capitalista, reúne lo que la razón no había podido hacer confluir desde hacía más de dos mil años. Y el dominio material sobre el planeta es acompañado del dominio ideológico sobre las personas y la pretensión de dominar también el tiempo. En efecto, el capitalismo ha heredado la concepción de una naturaleza a su servicio, a la que asume como recurso del capital para su reproducción y para obtener ganancias. La teoría de los recursos (Penrose, 1959; Wernerfelt, 1984) suele incluir tres ítems como recursos de la empresa, es decir, del capital, que son especialmente dignos de examen: los recursos naturales, los recursos humanos y el recurso tiempo. En esta teoría, los recursos a los que puede acudir el capital para optimizar sus ganancias son:

 

    • Recursos materiales. Son los medios físicos que ayudan a conseguir algún objetivo (equipos, instalaciones, materias primas), capital financiero y material.
    • Recursos humanos. Personas que trabajan en la empresa. Los seres humanos como recurso. Capital humano.
    • Recursos naturales. Renovables y no renovables. La naturaleza como recurso. Capital natural.
    • Recursos financieros. Caudales, bienes, crédito, cartera, etc.
    • Recursos tecnológicos. Teorías y técnicas que permiten el aprovechamiento práctico del conocimiento científico.
    • Recursos intangibles. El tiempo como recurso. El know how. Las certificaciones. El prestigio (Wernerfelt, 1984).

 

Después de Penrose y aun de Wernerfelt, se han modificado algunas formas de llamar algunos recursos, de modo que lo que se llamaban recursos humanos pasó a llamarse “capital humano”, y en la actualidad se designa como “talento humano”. Pero la concepción es similar: se trata de algo a lo que el capital debe acudir para obtener ganancias y para reproducirse. Lo mismo sucede con lo que se llamó “recursos naturales”, aunque en este caso, muchos textos y normas siguen hablando de la naturaleza como “recursos naturales”, de manera que la empresa ha hecho propia la perspectiva de dominio de la naturaleza, junto con la ideología del dominio de los seres humanos. Llama la atención, además, que se considere el tiempo como un recurso que puede ser utilizado para el capital. De hecho, la tecnología proporciona un ahorro de tiempo al acelerar el ritmo de la producción, de modo que el tiempo socialmente necesario de la fuerza de trabajo invertida en la producción se disminuye, y es la fuerza de trabajo lo que incorpora valor al producto (Marx, 1995). Pero, en este ahorro de tiempo, el recurso sería la tecnología (Matcham y Mackey, 2004). El tiempo lo sería para el mercado, no para la producción.

 

En síntesis, según la teoría revisada, la producción capitalista asume la naturaleza como un recurso, de modo que es el capital el elemento dominante y que define los derechos adquiridos por el uso de las riquezas y por la contratación de las personas. Aquí, se manifiesta la ideología del dominio del hombre sobre la naturaleza, en la que se cree que se tiene pleno derecho a usar el planeta al antojo de los empresarios, aunque deteriore el ambiente.

 

 

Hacia las culturas que se inclinen ante el planeta

 

Los esfuerzos de los organismos internacionales a través de las múltiples convenciones internacionales realizadas en defensa del planeta han sido infructuosos hasta ahora para detener la depredación de los débiles ecosistemas terrestres, frente a la arremetida atronadora de la tecnología y del desperdicio producidos por el capital. La ideología del dominio sobre la naturaleza no ha sido derrotada, y cada vez el planeta tierra se aproxima más a un punto de inflexión irreversible, por ejemplo, en el calentamiento global. Se sabe que este fenómeno se debe a la acumulación de CO2 y otros gases en la atmósfera, que produce lo que se ha llamado “efecto invernadero”, y al respecto se han realizado al menos las reuniones de la ONU que produjo el Protocolo de Kioto, producido en 1997 y ratificado en 2005, y la Cumbre de Bali (2007) realizada para redefinir el primero. Pero ninguno de los dos documentos emanados de estas convenciones fue firmado por Estados Unidos ni por China, principales contaminadores de la atmósfera del planeta. Estados Unidos pretende defender derechos adquiridos por los ciudadanos de su país, y China pretende demostrar que no se está contaminando. Entretanto, los índices de acumulación de CO2 y de otros gases tóxicos siguen aumentando vertiginosamente, y los fenómenos atmosféricos son cada vez más preocupantes.

 

Frente a esta ideología de dominación sobre el planeta, se levantan algunas voces como las de los indígenas americanos que han influido en las constituciones de Bolivia y de Ecuador, que consagran en sus respectivas cartas políticas los derechos de la Pacha Mama. En Colombia, la Corte Suprema de Justicia reconoció la condición de sujeto de derechos a la cuenca del río Amazonas (Sentencia STC4360, 2018), y la Corte Constitucional hizo lo mismo respecto a la cuenca del río Atrato (Sentencia T-622/16, 2016) como sujetos de derechos. Lo mismo se ha hecho por tribunales de primera instancia respecto a la cuenca del río Cauca (Sentencia 05001, Tribunal Superior de Medellín, 2019) y del río Magdalena (Sentencia 41001, Juzgado Penal Neiva, 2019). Estos actos judiciales y de jurisprudencia aproximan a Colombia a la concepción latinoamericana expresada en las constituciones boliviana y ecuatoriana.

 

Lo mismo sucede con la Encíclica Laudato Si (Francisco, 2015), del papa Francisco, en la que convoca a todos los pueblos del mundo a cuidar la “casa común”, que son palabras empleadas en el informe Brundtland (ONU, 1987), que postula la necesidad de garantizar el derecho a la tierra de las generaciones futuras. En la Encíclica, el papa confirma la convicción del informe de la ONU de que es necesario cambiar la cultura, cambiar los hábitos de vida y modificar profundamente la vida.

 

Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos. El movimiento ecológico mundial ya ha recorrido un largo y rico camino, y ha generado numerosas agrupaciones ciudadanas que ayudaron a la concientización. Lamentablemente, muchos esfuerzos para buscar soluciones concretas a la crisis ambiental suelen ser frustrados no sólo por el rechazo de los poderosos, sino también por la falta de interés de los demás. Las actitudes que obstruyen los caminos de solución, aun entre los creyentes, van de la negación del problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones técnicas. Necesitamos una solidaridad universal nueva. (Francisco, 2015)

 

El papa advierte que es necesario poner sobre el tapete, por el beneficio común, la propiedad privada, porque esta nunca ha sido defendida sin condiciones por la Iglesia. Y concluye que:

 

El antropocentrismo moderno, paradójicamente, ha terminado colocando la razón técnica sobre la realidad, porque este ser humano “ni siente la naturaleza como norma válida, ni menos aún como refugio viviente. La ve sin hacer hipótesis, prácticamente, como lugar y objeto de una tarea en la que se encierra todo, siéndole indiferente lo que con ello suceda”. De ese modo, se debilita el valor que tiene el mundo en sí mismo. (Francisco, 2015)

 

Con esta diatriba contra el antropocentrismo, Francisco da fin a la larga tradición de dominio sobre la naturaleza y abre la puerta cultural a una nueva era de reubicación del ser humano en el universo.

 


  

Referencias

 

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1. Profesor de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad de Manizales, Abogado, Especialista en Derecho Privado, Especialista en Derecho Empresarial y Magíster en Desarrollo Sostenible y Medio Ambiente. cbotero@umanizales.edu.co    Orcid: 0000-0001-6126-5131

 


 

Para citar este artículo: Botero, C. A. (2020). Los orígenes de la ideología del dominio humano sobre la naturaleza en Europa. Luna Azul, 51, 01-18. Doi: 10.17151/luaz.2020.51.1

 


 

 

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