Estar ecológico: ríos inenarrables

 

Natalia Agudelo Sepúlveda1

 

DOI: 10.17151/luaz.2025.60.1

 

Allá, desde ese puente, cayó una niña hace unos meses. Obviamente murió. Tenga cuidado con la suya y no cruce el puente”. Esas palabras paralizaron a mi pequeña hija, quien se quedó mirando perpleja al puente, al río y a su madre. Apenas si pude llegar al medio del puente Navarro. Mi hija, en una de sus primeras experiencias río-afectivas, sintió miedo a la muerte, a la suya y a la mía. Quiero entonces contar otras historias sobre el río, alejada -cuanto pueda- del miedo paralizante. 

 

Para esta editorial quise pensar en los ríos. ¿El motivo? En medio de las reflexiones sobre el estar ecológico los ríos nos invitan a indagar sobre el agua en su fluidez y movimiento. Nos incitan a pensar sobre su propio ciclo, el hidrológico, que no es más que su continuo proceso de circulación y transformación. El agua, sustancia posible por el abrazo molecular entre dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, revela química y físicamente excepcionales tributos a la complejidad del Planeta. La preciosa cosmopolítica entre electrones y protones, la radical manera de atraer los primeros por parte del oxígeno y la calma entre los segundos y el hidrógeno permiten la creación de puentes de hidrógeno y, con ello, nuevas ordenaciones y estructuras que, según sus cambios, son los propios estados del agua. Esta sustancia inorgánica, como sabemos, es fundamental para la vida orgánica y sus procesos bioquímicos; es la molécula más abundante del planeta. Podríamos decir que somos agua: el 71% de la superficie de la Tierra es agua; según la edad, los mamíferos tenemos entre 50 y 65% de agua en el cuerpo; los árboles, en promedio, un 50%; las medusas 99%.

 

Quise pensar acerca del río porque el estar ecológico es siempre movimiento, aun en la permanencia dentro del planeta. Ya conocemos la velocidad a la que la Tierra, el sistema solar y la galaxia se desplazan. También conocemos la velocidad de traslación y rotación del planeta. Datos todos que generan un poco de vértigo, el mismo que personalmente me genera la navegación. Ahora bien, quise pensar el río mirándolo de lejos y estando en sus costados, también desde arriba mediante el maravilloso plano cenital que permiten los puentes. Quise pensarlo también desde dentro, cuando es quebrada calma, riachuelo joven, cuando está repleto de rocas angulares y no redondeadas y entonces nos habla de su edad. Quise, por tanto, centrar mi atención en cada una de las palabras posibles para narrarlos y, de tal manera, entregarme al reto de escribir sobre él, sobre ellos. 

 

Dejándome llevar por su movimiento, me di cuenta que no tenía intención de conceptualizar el río mismo. Ello debido a que hace unos pocos días sostuve una discusión con dxs humanxs imbuidos en el precioso arte de filosofar. Ellxs hablaban sobre el perspectivismo de Viveiros de Castro, antropólogo excepcional a mi criterio, y dejaron al margen -casi excluida por completo- a la selva. “Siempre estuvimos hablando de ella”, “el concepto estuvo siempre ahí”, dijeron. Para mí, he de admitir, la selva no es un concepto. Es, más bien, la palabra a la que recurrimos para nombrar una interrelación compleja, incognoscible e irrepresentable que alberga dentro de sí heterogeneidades vitales y no vitales que son distintas, en principio, a otras interacciones complejas, incognoscibles e irrepresentables. No es siquiera pensable o imaginable y su habitabilidad humana requiere de una profunda temporo-interacción. Prefiero llamarla uno de los múltiples ecosistemas inmersos en el fenómeno vida, el cual -si es representado- pierde seriamente su compleja temporalidad. No es pues solamente un espacio, tampoco un lugar. Depende, para su existencia, de espacio-temporalidades otras. En el caso de la selva amazónica, desde donde se enuncia Viveiros de Castro, las espacio-temporalidades otras son, por ejemplo, el desierto del Sahara, los vientos alisios y el fósforo. No podría si quiera afirmar que la selva amazónica se conoce a sí misma.

 

No conceptualizar el río en tanto el río no es un concepto, me hizo entender que no escribiría nunca sobre el río mismo, en tanto situarme en las orillas de un río no me daría elementos suficientes para narrar su nacimiento, su recorrido, su desembocadura. Tampoco podría estar en todos los ríos del planeta, maravillosamente indeterminados; ni siquiera en sus orillas. Ahí se me aparece como paradójico un hecho: los ríos no son solamente su cauce, tampoco una corriente por la que fluye naturalmente el agua líquida. Existen ríos secos, voladores, transitorios, perennes y más, si es que la clasificación está del lado de los regímenes fluviales o nivosos, o si es que ampliamos la mirada sobre los estados del agua. Los ríos son más que cauce y corriente, también, porque su existencia depende de factores como el clima, los seres vivos que le acompañan, la geología, el relieve y, claramente, la posibilidad de vida o muerte que le permite cualquier acción antropogénica. Los nacimientos de agua, las quebradas, los arroyos, los ríos, los cuerpos oceánicos, las nubes, el viento, la transpiración arbórea, el agua subterránea y la formación de acuíferos; la atmósfera y la temperatura, la evaporación, la condensación, las precipitaciones, la escorrentía; son todos factores y procesos que nos permiten considerar que el río es más que el río mismo, más que su cauce y más que lo que observamos a su orilla.

 

Más allá de la imposibilidad de pensar los ríos debido a que sus interacciones e intracciones (Barad, 2007) lo superan, incluso, más allá de la insana costumbre de lenguajear universalizando y clasificando, me propuse pensar el río Magdalena, justamente porque me dirigí a una ínfima parte de él en un pequeño viaje familiar. No fue, sin embargo, la primera vez que lo tuve cerca, ni a él ni a otros. Como sabrán las y los lectores, Colombia es un país de abundante agua, con extensas cuencas hidrográficas y con el 50% de los páramos del mundo. Es fácil toparse con cursos de agua en muchos recorridos, aunque es difícil encontrarse con ríos sin contaminaciones antropogénicas. Me dirigí pues al Magdalena con una pregunta precisa sobre su encuentro: ¿qué puedo pensar sobre él? Ya que el río merece toda la atención posible, mi problema consistió en qué me permitiría y cuánto podría ver, oler, escuchar, degustar, tocar; cuánta posible especulación o imaginación, cuánta atención efectiva requeriría para no desfallecer ante nuestros inclementes cinco sentidos, tan básicos incluso para las plantas, los hongos y otros animales. La propiocepción y la interocepción fueron, sin embargo, fundamentales. Incluso, los siete sentidos fueron quienes me permitieron considerar que para pensar un río se debe estar en el río, obviedad absoluta que de tanto en tanto se nos disipa.

 

Estar, pensar y narrar el Magdalena me hizo conmover. Conmoverse es tanto agitarse fuertemente (del latín commovere), como enternecerse (RAE). Claramente me conmovió su fuerza, su velocidad y su cauce, puesto que el lugar en el que me encontraba era entre Honda y Villeta, municipios de los departamentos de Tolima y Cundinamarca donde el río es frontera político-administrativa. Su color, que en la gama de los colores marrones probablemente esté entre el ocre y el tostado, iba mutando a blanco en sus oleajes para volverse luego castaño en sus orillas, cuando una densa cantidad de árboles tupidos y redondos, probablemente de decenas de verdes, no le permitían mayor luz solar. En una parte del río, justo cuando ingresa con calma el río Gualí, se alcanzan a percibir otras coloraciones, en este caso pocas líneas de verde. En la gama de colores verdes, el río Gualí es de color albahaca. Le sugiero a las y los lectores ir a buscar el color por su nombre porque jamás habría podido relacionar el verde de la planta de la albahaca con tal río. Sugiero que mire también el verde pepinillo y el verde cocodrilo, tal vez sea una mezcla entre ellos que, siendo sincera, algún nombre debe ya tener. Se me complica sumar con precisión las decenas de verdes de los árboles que están en sus orillas, aunque les aseguro que al menos el 80% de los verdes tienen nombres de árboles, gran justicia idiomática para ellos.

 

He de decir que no degusté el río Magdalena: no somos compatibles en términos microbiológicos; la vida que allí se encuentra, especialmente la bacteriana, no me permitiría un estado de salud óptimo como para seguir pensando el río. En términos positivos podríamos decir que alguna vez hemos degustado algún río porque el agua es siempre la misma. No obstante, toqué el río y, más allá de su temperatura, no tengo mucho por narrar respecto a una diferencia con otras aguas que fluyen a esa velocidad. Fue, sin lugar a dudas, muy grato escucharlo porque, en términos generales y considerando que el “oír” es un sentido de distancia, hubo múltiples niveles de percepción auditiva. Estar cerca del río Magdalena, aún por carretera, implica escucharle. Es balbuceo a veces, susurro de tanto en tanto y estruendo ensordecedor si el caudal es mayor o si hay una caída de agua. Cada tipo de sonido, como es de esperarse, depende tanto de la cercanía/lejanía como de su relieve. El sonido y el tipo de paisaje, incluso las huellas del río en las hojas de los árboles (Gooley, 2024), nos permiten intuir su existencia.

 

Cuánta dificultad de aprehensión narrativa tienen los ríos, cuánta imposibilidad personal para navegarlos de inicio a fin. Mirando en silencio al río, mientras él también se conmovía, mientras se agitaba fuertemente, sentí el desasosiego que nos otorga la falsa idea de que todo puede conocerse. Noté, impávida, que no podría contener en mi experiencia toda la cuenca hidrográfica del Magdalena ni cada montaña. Tampoco cada animal de dentro, de fuera, de los márgenes. Mucho menos cada planta cercana, lejana, inmersa, ausente. Jamás conocería sus microorganismos, sus bacterias, cada una de sus lluvias. Tal vez podría, a través de fuentes secundarias, saber sobre cada bloque espeso de hormigón que lo contiene, detiene y vulnera; situación de muchos ríos de Colombia en los que la palabra río es sinónimo de hidroenergía para uso humano. Tal vez podría saber sobre sus contaminaciones, sus desecaciones, sus alteraciones; sobre cada población humana anfibia, pescadora, ribereña; sobre ciertas comunidades ecológicas, especialmente peces y aves. El propio río, como delimitación profusa de una parte del ciclo del agua, requiere de imaginación o, si se prefiere, de una suma de conocimientos colectivos (humanos y más que humanos) que, a manera de collage, permitan disponer sobre un plano cada recorte alusivo, cada narración oral, cada paisaje sonoro, toda reacción y elemento químico, cada roca, todo movimiento.

 

Mirando al Magdalena tenía la necesidad de leer el libro Magdalena, una historia de Colombia del antropólogo Wade Davis (Magdalena: river of dreams. A Story of Colombia -en su versión en inglés). Libro que llegó a mis manos por las casualidades que afloran en las amistades lectoras. No me hice la intelectual leyendo un libro sobre el Magdalena en el Magdalena. Dejé la lectura para después y, para mi admiración, los líderes espirituales (mamos) del Pueblo Arhuaco (Ika), indígenas que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta, “solían hacer peregrinaciones no solo a la desembocadura del río Magdalena, sino a su fuente misma. Viajaban kilómetros y kilómetros río arriba, haciendo ceremonias y ofrendas, cantándole al agua, evaluando su salud y bienestar a lo largo de todo el curso” (Davis, 2021, pp. 43-44). Con Davis conocí, supe y entendí que los mamos Arhuacos no imaginan el río, no requieren de la imaginación para su relacionamiento; los mamos recorren el río de principio a fin y, en ese recorrido, tanto ellos como el río se van narrando. El río, para este pueblo, no es un exterior de sí mismos porque el agua es toda la misma. “Ellos ven una relación directa entre la orina, la sangre, la saliva y las lágrimas […] y el agua del río, los lagos, el páramo y los manantiales” (2021, p. 43). Excepcional convergencia ontológica entre cosmovisiones: somos agua para la Hidrología y somos agua para los Arhuacos.

 

El río Magdalena es uno de los más importantes de Colombia. Y, como en toda historia de colonización, no ha sido llamado siempre así. Magdalena, diremos, es un nombre radicalmente religioso, propio de las denominaciones de la Corona española. Magdalena que, seguramente, tiene posibilidades (re)interpretativas para algún feminismo, es también: Yuma (Río del país amigo) para los muiscas; Arlí (Río del pez) para los yariguies; Guaya-hayo (Río de las tumbas) en quechua; Karakalí (Gran Río de los Caimanes) para los caribes. Los ríos, que lo aprendí con Davis y él con Reichel-Dolmatoff y éste con los indígenas del Vaupés, son rigurosamente interesantes: “Para los indios del Vaupés, los ríos no son solamente rutas de comunicación; son las venas de la tierra, el nexo entre los vivos y los muertos, los senderos por los cuales viajaron los ancestros en el principio de los tiempos” (Davis, 2015, p. 83). En una mínima pesquisa, lectores y lectoras, notarán que muchos humanos consideran el río como recurso de suministro de agua, como generador de energía, como canal de desecho industrial, como eje de desarrollo económico… todo a costa del río mismo.

 

Ahora bien, para quien no lo sepa, yuma nace en el Macizo colombiano, específicamente en el Páramo de las Papas (a 3.685 m.s.n.m), y desemboca en el mar Caribe, al norte del país. No desemboca, sin más, a través de un amplio delta o multitud de ciénagas, brazos y manglares, puesto que su desembocadura fue modificada entre la segunda y tercera décadas del siglo XX mediante la construcción del canal artificial Bocas de Ceniza, ingeniería levantada para mayor utilidad humana y a costa de la salud de muchos ecosistemas. Como dato para sembrar humildad, Arlí tiene una longitud de 1.540 km y su cuenca hidrográfica es de 257.440 Km2, una amplia porción del país. Aun así, el Karakalí también aprende de humildad con ríos como el Amazonas, el Nilo y el Yangtsé, quienes superan longitudes de 6.000 km, convirtiéndolos -directamente- en inimaginables e inenarrables.

 

Para seguir pensando el río y ya lejos de él, busqué mapas satelitales que me permitieran verlo en su completud. La imagen, por extraordinaria que parezca a ojos pasados -cuando ni imaginábamos tales herramientas de búsqueda- no es el río mismo. En sentido estricto lo fue, pero a pedazos y en diferentes temporalidades. La imagen que puede verse en Google Earth, por ejemplo, es una recopilación de una suma de pasados tecnológicamente unidos para presentar una única fotografía, a veces con mayor, a veces con menor resolución. La imagen completa del río no puede apreciarse de una sola vez, claramente por la distancia desde donde son tomadas las fotografías. Es así que para ver con detalle se requiere hacer zoom a la pantalla y, de tal manera, obtener una imagen de una porción de “terreno”. Recorrer las imágenes pasadas del Magdalena es vertiginoso; encontrarse en ese mismo recorrido con represas como Betania y El Quimbo es inefable: la alteración antropogénica del curso del río mediante centrales hidroeléctricas es, como diría Latour (2017), una suerte de negociación entre seres antropomorfos y seres hydromorfos (p. 63). Siempre habrá factores que permitan el colapso de estructuras tales como los embalses: la sedimentación, el cambio de los patrones de lluvias, el crecimiento del caudal del río y su presión hidráulica, la erosión del suelo por acción del agua y la posibilidad de daño en las bases de la presa, misiles destinados para ello, fallos estructurales por omisión o corrupción de las empresas administradoras, etc. Bastante cantidad de opciones de desastre justo por el manido recurso al “control de la naturaleza”. Solo el tiempo nos hablará de quiénes se pararon de la mesa de negociación.

 

No estoy muy segura de cuántos días pasé pensando en el río para escribir esta corta y desestructurada editorial. Tuve la necesidad, he de admitirlo, de ir en búsqueda de una preciosa quebrada “cercana” que desemboca en el río Cauca, quien a su vez y después de un larguísimo recorrido, confluye en el Magdalena. Angosta, calma y transparente, esta quebrada no es corriente de pez alguno. Según un hombre paseado por un caballo, de esos centauros con sombrero propios de la vigilancia de las haciendas en Colombia, antes había peces allí, cuando el caudal lo permitía. Dentro de la quebrada sin peces y envuelta con el frío del agua que acaba de “nacer” de la montaña, me pregunté si es posible antropomorfizar un río. Y no, no me hice esa pregunta sin más. Ella nació por Val Plumwood (2024), a quien recordé augurando un ausente caimán que se hizo cocodrilo en mi cabeza. ¿Se puede atribuir a un río “rasgos que estén presentes en los humanos”? ¿Se puede atribuir a un río “rasgos que son exclusivamente humanos”? (p. 106)

 

La querida Val nos insta a pensar en el antropomorfismo, sus tipos y sus confusiones. Ella se centrará en aquel antropomorfismo que, como bandera, trata de invalidar toda suerte de subjetividad animal. Invito a las y los lectores a que pasen sus ojos por tan preciosa discusión. Ahora bien, lo que yo quise preguntarme es si es posible antropomorfizar un río. Rápidamente me pareció más interesante pensar en si es posible animalomorfizarlo: ¿es posible atribuir a un río rasgos que estén presentes en los animales? O, también y distinto ¿es posible atribuir a un río rasgos exclusivamente animales? Animalomorfizar un río nos permite pensar en muchos pueblos amazónicos, para quienes la anaconda-canoa y el río convergen en el origen de los primeros humanos. Excepcional y ecológica cosmogonía. Ahora bien, para cualquier humano moderno -hasta para el más distraído- los meandros de los ríos, vistos desde arriba, son serpientes. Dependiendo de su caudal pueden ser desde corales hasta titanoboas. Los ríos son serpientes por su forma y movimiento, si es que reptan o se arrastran. Pero no siempre es así.  En algunos tramos, los ríos son también -por su forma- pulpos, calamares, medusas, justo cuando es trenzado y no meándrico, cuando su caudal se fracciona en múltiples canales que bordean tierras o arenas. Los ríos anastomosados, por su parte, son alas de libélula, escamas subtimpánicas de iguana, sistema de túneles de una población de hormigas.

 

Más allá de su forma y del recurso a la metáfora ¿cómo animalomorfizar un río?, ¿funcionaría hablar de su vehemencia inagotable cuando vehemencia es una palabra que incluye fuerza, intensidad, apasionamiento, impulsividad, velocidad? ¿Es el río, por tanto, elefante africano, tigre de Bengala, cisne blanco, primate o halcón peregrino? ¡A dónde nos llevan las palabras humanocentradas! Los ríos ¿son violentos, resilientes?, ¿reptan, nadan, vuelan?, ¿se comunican?, ¿sobre qué hablan?, ¿qué auguran? Qué hermosa locura pensar en la agencia de los ríos y del agua, en sus vitalidades. Esta locura, bastante inofensiva, cosquillea una de las dicotomías modernas más ofensivas: la distinción entre lo vivo y lo no vivo.

 

Mientras escribo, el río ya no es el mismo. Sus moléculas, sin embargo, se encuentran en conversaciones y disputas con otras moléculas y otros átomos. Los electrones y los protones se distancian, aunque se atraen. La tensión superficial y la viscosidad permanecen. Mientras escribo, el río ya no es el mismo. Los nicuros -peces gatos- están hoy en manos de algunos solemnes y calmos pescadores, el calor del sol ha permitido avizorar rocas y playas, la brisa ha arrojado ramas de árboles que se arremolinan con la fuerza del yuma. El río que vi en el Puente Navarro, estructura decimonónica que conecta Tolima y Cundinamarca, probablemente ya llegó al mar y será, después, esta nube que está atravesando mi vista de la ventana, el aliciente vital de cosechas y mamos, la lluvia que les mojará a ustedes, queridxs lectores y, por supuesto, también a mi hija.  

 

 

 

STOP GENOCIDE EN GAZA

 

 


Bibliografía

             

Barad, K. (2007). Encontrarse con el universo a mitad de camino: física cuántica y enlazamiento de materia y significado. Duke University Press.

 

David, W. (2021). Magdalena. Historias de Colombia. Editorial Planeta.

 

Gooley, T. (2024). ¿Cómo leer un árbol? Aprende a interpretar las formas de las raíces, los troncos y las hojas. Ático de los Libros.

 

Latour, B. (2017). Cara a cara con el planeta. Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de posiciones apocalípticas. Editorial Siglo XXI.

 

Plumwood, V. (2024). El ojo del cocodrilo. Cactus.

 


1 Filósofa, Magistra en Estudios Latinoamericanos, con estudios doctorales en Ciencias Sociales. Investigadora en Ecología Política y otras ecologías. Docente catedrática de posgrado. Universidad de Caldas. E-mail: natalia.agudelo@ucaldas.edu.co

 

2 Tomado de la página web del Museo Nacional de Colombia. A su vez tomado de: Sanín, J. A (2005). Manual del río Magdalena. Sin referencia de página.

 


Para citar este artículo: Agudelo-Sepúlveda, N. (2025). Estar ecológico: ríos inenarrables. Revista Luna Azul, (60), 1-7. https://doi.org/10.17151/luaz.2025.60.1

 


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