Estar ecológico: cosechar historias de un jardín

 

Natalia Agudelo Sepúlveda1

 

DOI: 10.17151/luaz.2024.59.1

 

“Las plantas representan un punto culminante en la evolución biológica. Con ellas la biósfera ha alcanzado una dimensión más elevada -hasta cien metros por encima del suelo-. Pero en el gremio fotosintético son unas recién llegadas. Evolucionadas a partir de las algas, las plantas pueblan la Tierra y colorean de verde los continentes desde hace sólo 450 millones de años”

 

Lynn Margulis y Dorion Sagan (1990, p. 160)

 

“Más que la edad del dominio humano, el Antropoceno es una época en la que se está poniendo en duda la posición misma que esta especie ocupa en el planeta”

John Gray (2024, p. 63)

 

Desde donde escribo puedo ver varios árboles a través de una de las ventanas de la habitación. El escritorio se encuentra pegado a ella justamente para que la luz del sol, cuando hay cielo azul, sea eficaz para leer o escribir o, también, para que sea insoportable cuando el día es blanco. Aproximadamente a unos cien metros, y más allá de techos con tejas de cemento y zinc, alcanzo a ver cinco latifolios con copas bastante cercanas, aunque con verdes distantes entre sí. Uno de ellos, el más “pequeño” entre todos, y en primer plano, es un ficus elastica, popularmente llamado árbol de caucho. Este caucho no es el “verdadero” árbol de caucho, el Hevea brasiliensis, originario de la cuenca Amazónica y con una larguísima historia de esclavitud a las comunidades amazónicas, de neocolonialismo, epistemicidio y ecocidio, así como de sustracción de semillas para los jardines botánicos europeos o para el Lejano Oriente con miras a su explotación. El Hevea brasiliensis fue “recurso prioritario” en las guerras mundiales, muy por encima de sus compañeros de género Hevea benthamiana y Hevea guianensis2

 

El caucho que logro ver desde aquí es, en cambio, nativo de Asia Tropical, de la India y de Malasia y su historia de vagabundeo transcontinental está más relacionado con su “uso” ornamental, incluidas ciertas notas productivistas que fueron derrotadas tras el hallazgo del Hevea. Con el caucho ficus lamento mi miopía, pues sus hojas recién nacidas son de un rojo extravagante que no alcanzo ni a intuir desde mi ventana. Este es, además, una de las especies del género Ficus al que se le denomina estrangulador, pues sus semillas -transportadas por el viento o por cualquier otro vector- se alojan en plantas que son utilizadas como sostén hasta que sus raíces puedan tocar el suelo. Con semejante denominación asumiremos que el Ficus elastica mata a su huésped.

 

Mucho más cerca, a unos cuatro metros, se levanta imponente un Spathodea campanulata, comúnmente llamado Tulipán africano, nativo de la costa occidental de África y marcado como especie invasora. De hecho, esta especie está incluida en la lista de las 100 especies exóticas invasoras más dañinas del mundo de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN). Para sorpresa de los y las lectoras, el Homo sapiens no se encuentra incluido en tal inventario, lo cual se deba -probablemente- a que el primer criterio de inclusión es “la severidad de su impacto sobre la diversidad biológica y/o las actividades humanas” (Lowe S., et al.,04, p. 2). Si somos sinceros, y ante cualquier duda humanista, el Homo sapiens no podría estar incluido como especie, sino solo como población. Por tanto, tendrían que listarse poblaciones humanas aptas para actividades humanas y poblaciones humanas no aptas para las mismas actividades; situación que, si bien ocurre y se presenta en genocidios y limpiezas étnicas totales -baste citar a la población palestina y las poblaciones negras de Sudán- no sentarían un buen precedente para la UICN, o sí, si es que asumimos el retorno del fascismo planetario.

 

La Spathodea campanulata es bastante odiada por los ecologistas y ambientalistas de corte nacionalista. Aunque en Colombia se le considera como una especie exótica invasora se le mantiene dentro del rango de Riesgo Medio [no Alto o no Bajo o muy bajo, los otros dos niveles de riesgo] (Baptiste M. P, et al., 2010)3. Algunas Corporaciones Autónomas Regionales en Colombia prohíben su siembra4 . Hace unos pocos años, una de mis vecinas me llamó al teléfono. Estaba bastante alterada. Le había llegado la información sobre la toxicidad de las flores del Tulipán africano hacia las abejas. Así que, aunque en un tono bastante amable porque su perturbación estaba más del lado de la injusticia ecológica del árbol, tenía una tremenda consternación por ver en mi jardín a semejante asesino silencioso. Debo decir que el árbol mide unos 15 metros, se ve bastante saludable y muy frondoso [al menos en su mejor momento, puesto que es caducifolio]. Yo traté de contener su frustración sin mucho éxito, pues tenía -hasta ese momento- la misma información que ella respecto a los polinizadores. Mi única claridad era que no iba a talar el árbol puesto que era hogar de muchos pájaros y por el árbol mismo.

 

Tiempo después, y gracias a estudios publicados, supe que el néctar de las flores del Tulipán africano es tóxico para algunos insectos, especialmente para algunas especies de abejas, y que su grado de toxicidad es alto el primer día de la floración, descendiendo notablemente en el segundo y tercer día; pasando del 96,8% de mortalidad al 2,3 y 0,3, respectivamente (Alarcón-Noguera y Penieres-Carrillo, 2013). Ahora bien, “[l]a toxicidad del néctar de las flores está asociada a la defensa de las plantas contra el robo de polen o néctar y está controlada para no afectar a sus polinizadores” (p. 41)5, los cuales son, en su mayoría, pájaros, colibríes y murciélagos. Sentí, pues, que aquel asesino silencioso era, en realidad, un ser vivo como todos los demás: con agencia, con preferencias de cuidado y, fundamentalmente, un singular de su especie que no está acompañado por un monocultivo de iguales en un espacio que ya no podría ser mi jardín. Quiero destacar que este árbol florece muy pocas veces y que sería importante considerar la inteligencia de las abejas, las cuales no han dejado de arribar a muchas de las angiospermas que veo desde mi ventana.

 

Quisiera, a veces, llamar a mi vecina por teléfono para comentarle que una de las especies de plantas exóticas invasoras de alto riesgo, no de medio como el Tulipán, es la Palma africana [Elaeis guineensis]. Esta planta, y también el híbrido entre ella y la Elaeis oleífera llamada Híbrido OxG, está sembrada en 21 departamentos del país con un área total de 596.217 hectáreas (FEDEPALMA, 2023)6. También podría contarle que en la página web de FEDEPALMA, en el acápite de “seguridad palmera”, aparece un texto titulado “Acciones para actuar frente a la afectación de la propiedad privada”. Además de la terrible redacción, este segmento anexa el documento que contiene el protocolo de acción ante una posible invasión. Notará mi vecina, y también ustedes -lectores y lectoras-, que aquí la categoría de invasión ya no es la de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza; tampoco la del Grupo de Especialistas en Especies Invasoras. Los invasores potenciales son, sin asomo de duda, campesinos desterrados o Liberadores de la Madre Tierra.  

 

Desde mi ventana no puedo ver a otra de las plantas invasoras de alto riesgo: la muy mediática y hermosa Ojo de poeta [Thunbergia alata]; aunque se encuentran muchas representantes a pocos metros de casa y en varias direcciones. A diferencia de la Palma africana, esta planta carece de policía fronteriza y de protocolos ante allanamientos a la propiedad privada. Probablemente se deba a que sus usos comerciales no son del interés de grandes corporaciones. La ausencia de policía fronteriza debe ser la razón, también, por la cual jóvenes ambientalistas se presentan en sus redes sociales eliminándola con sus manos salvadoras. Pero volvamos a la ventana. 

 

Al frente del Tulipán africano, nombrado también Llama del bosque, y a quien llamaremos Fera para que no corra peligro, se encuentra un guayabo [Psidium guajaba] al que solamente una vez le he visto esos deliciosos, carnosos y rosados frutos, tan amados por humanos y no-humanos y hogar de las larvas de la mosca de la fruta. El guayabo es originario de los trópicos americanos (Varón y Morales, 2013) y tiene una corteza colorida e irregular, que se presenta como distractora si es que se quiere poetizar otra parte del árbol. De manera particular, este guayabo -y mucho antes de que yo lo conociera- fue víctima del embate de una poda imprecisa y hostil, muy seguramente realizada por manos poco conocedoras de tan antigua simbiosis. Derivado de tal hostilidad, el guayabo es el lugar ideal para dos de los tres gatos que viven en casa y que, hasta ahora, no han sido las cruentas criaturas mata-pájaros de los que hablan los “protectores del medio ambiente”. Y, he de decir, no por falta de agilidad de los gatos o por torpe reacción de los pájaros, sino por una cosmopolítica precisa que hasta ahora no logro identificar y que, sin duda, tiene que ver -también- con la performatividad del guayabo. 

 

Muy cerca e intercalados, están dos naranjos, probablemente de la especie Citrus x sinensis o hijos de alguna hibridación. Tal especie es nativa del nordeste de India y del sur de China y, en mí jardín, están siempre repletos de soles, es decir, de magníficos frutos amarillos y redondos. Me parece que mi atención se ha dirigido a las naranjas y no a los azahares, sus olfativamente sublimes flores [zahr significa flor en árabe clásico], lo que me deja en deuda con una parte considerable de su mundo. Cerca a uno de ellos se encuentra un limón enfermo y débil, hábitat de líquenes que desconozco, pasaje de hormigas bastante disciplinadas. Las hojas de este limón son peculiares, no asoman en él los frutos y no he tenido posibilidad de distinguir su especie. Digo limón porque al frotar sus hojas huele a limón. Al él lo llamaremos citrus triste de donde cuelga una pequeña lamparita que invita a imaginar a Japón, taxonomía que seguramente no será aceptada ni por singular, ni por larga, ni por su idioma.

 

 

Hay también dos árboles de aguacate. Tampoco de ellos sé la especie, aunque su género es Persea. Nombre en principio asignado a otro árbol, pues evidentemente Teofrasto [filósofo y botánico que lo nombró] no vivió en Mesoamérica, de donde es originario. Ninguno de los árboles de aguacate que veo desde mi ventana se parecen a Perseo, aunque es posible imaginar que Fera [nombre que le doy al Spathodea c. para evitar su exterminio] se presenta como la Gorgona Medusa, aunque esta vez irreductible ante el embate de Perseo. Con los aguacates siempre recuerdo tres cosas. La primera es el origen de su nombre desde el náhuatl “ahuacatl” y desde el quechua “pallta”, ambos con referencias interesantes a su forma y condición colgante. La segunda es la preciosa relación entre el aguacate y el jaguar, simbiosis que permitió que el primero no se extinguiera después de la extinción del Gonfoterio, del Cliptodonte y del Megaterio, aliados históricos en la difusión de la enorme semilla (Mancuso, 2019). La tercera tiene que ver con los impactos comunitarios y ecológicos que implica el monocultivo del aguacate en todos los lugares donde ha sido instalado: desde Michoacán en México hasta Petorca en Chile, pasando por una franja amplísima en Colombia y Perú. En Colombia, al menos 13 (de 32) departamentos plantan aguacate. Oro verde, le llama el productivismo. Prefiero, sin duda, a Perseo.  

 

A unos pocos metros y en dirección al amanecer, pero tapado de mi posible visión por la ventana, se encuentra una bellísima Araucaria. A esa la tenemos desde sus primeros años, cuando apenas si medía unos 20 centímetros. En este caso es una Araucaria heterophylla, la cual es nativa de “la isla de Norfolk, entre Nueva Zelanda y Nueva Caledonia, en el Pacífico sur” (Varón y Morales, 2013). El género Araucaria contiene, al menos, 19 especies distintas. La Araucaria araucana, originaria de los bosques subantárticos contenidos en lo que hoy se llama Chile y Argentina, se encuentra en riesgo de extinción; se considera, específicamente, Amenazada/En peligro, según la medida de probabilidad del estado de conservación de la Lista Roja de especies amenazadas de la UICN; esta lista contiene unas 140.000 especies y aún no está incluido el Homo sapiens ni algunas de sus poblaciones.

 

Nos narra Yasmine Ostendorf-Rodríguez en su preciado texto Seamos como los hongos: El arte y las enseñanzas del micelio (2024), que la Araucaria araucana “tiene un estatus especial en Chile, donde es parte del patrimonio natural desde 1976 y está protegido por la legislación nacional” (2024, p. 33). Más importante aún, la autora nos remite a los guardianes de la Araucaria: el Pueblo Mapuche, quienes la nombran pehuén.

 

Con más de un millón de personas, se trata del pueblo indígena más importante de América del Sur, cuya mayoría vive en el centro y el sur de este largo y angosto país, su territorio ancestral. Hay una historia, una relación y una comprensión muy profundas entre el pehuén y el pueblo mapuche, que tiene un inmenso respeto por el árbol, al que consideran como sagrado. Estos árboles emblemáticos de ramas largas y punzantes son “fósiles vivos”, ya que existen desde hace millones de años y se sabe que fueron alimento de los dinosaurios en tiempos jurásicos. Los piñones son, además, un componente muy importante de la dieta mapuche. Algunas comunidades indígenas se autodenominan pehuenches, o “gente del Pehuén”, en particular, la gente mapuche que vive en las montañas, o en el Pehuén Mapu, como le llaman. (2024, p. 34) 

 

La Araucaria araucana es uno de los árboles más longevos de América del Sur. Se calcula que puede vivir unos mil años. Esto me hace recordar que también en Chile se encuentra uno de los árboles más longevos del planeta, el Alerce patagónico [Fitzroya cupressoides]. Esta especie es originaria de Chile y Argentina. Uno de sus singulares, el alerce milenario -llamado preciosamente Gran Abuelo-, tiene aproximadamente 3.500 años (CONAF, s. f). Sin duda, este tipo de datos son irresistibles para los transhumanistas, quienes se desviven por la inmortalidad o, si es el caso, por la buena longevidad.

 

A unos pasos de la Araucaria heterophylla está una Kalanchoe beharensis. Mide unos dos metros y medio y sus hojas son gruesas, jugosas y suaves. Hasta donde sé es una suculenta, por tanto, contiene una gran cantidad de agua, mucho mayor que muchas plantas. A esta preciosidad la tenemos en el jardín porque unos vecinos del barrio decidieron talarla y arrojarla a la calle. Antes de tan cruenta decisión, y por muchos años, mi familia y yo pasábamos por ese jardín y la veíamos allí, dramáticamente distinta a cualquier planta que conociéramos. Así que cuando mi padre la vio tirada frente a la vereda, la tomó en sus manos (eran tres pedazos de planta) y la sembró en varios lugares de nuestra casa. Una sola logró sobrevivir más de quince años y hace muy poco sabemos su nombre de ciencia. Lo que sí sabíamos era su origen: Madagascar.

 

Si se le mira, de lejos o de cerca, parece tosca. Es una de las poquísimas plantas que he visto que parecieran de otro mundo (nunca diría de otro planeta). En la pandemia, que seguramente las lectoras y los lectores recordarán con creces, fue un refugio seguro para una zarigüeya macho. Ahora es el fortín de gatos del barrio, aunque también de algunos pájaros, quienes elaboran sus nidos muy cerca de ella, puesto que una veranera [Bougainvillea spectabilis] inició un profundo abrazo con la Kalanchoe hace ya bastantes años y ahora son un amasijo weird, colorido, espinoso y suculento. Dos colibríes y su madre salieron victoriosos de los gatos barriales y de los que viven en casa. Pudimos presenciar a la madre, al nido, a los huevos, a los alargados picos de sus crías y a todo el proceso de enseñanza del vuelo. No sé la especie del colibrí, debo admitirlo. Lo llamo madre colibrí luchona

 

Hay muchos otros árboles que alcanzo a ver desde aquí. También otras plantas y, por tanto, un buen número de animales, especialmente pájaros, insectos y algunos pocos humanos. Si enumero, hay helechos, musgos, hepáticas, angiospermas, suculentas, trepadoras [también dos bebés: un chachafruto y un yarumo, como para otra editorial]. Cada una de ellas con una historia evolutiva, vital, relacional y cosmopolítica. Aunque desconozco la mayoría de esas historias, bien vale ir escribiendo sobre las que se van conociendo en el camino de los intentos de observación radical y de indagación colectiva: me refiero aquí a las lecturas/enseñanzas de múltiples autorxs y sabedorxs que dan un lugar primordial al magnífico Reino plantae, tan otro en temporalidades, tan otro en movimientos, tan otro en expresiones, tan otro en agencia y tan brutalmente cosificado, tan resueltamente invisibilizado, tan madera, comida y medicina, y tan desprovisto de inteligencia y sensibilidad para los humanos [en alto porcentaje]. 

 

Mi jardín, de unos pocos metros cuadrados, contiene una buena porción de Gaia (porque, justamente, es Gaia): India, China, Asia Tropical, Mesoamérica, Nueva Zelanda, Madagascar y también los trópicos americanos. Probablemente habrá, también, algunas de las 6.212 plantas y líquenes endémicos de Colombia (Bernal, et al., 2023); incluso alguna de las 47.000 [30.000 nombres aceptados] plantas y líquenes que se encuentran en el país (Raz y Agudelo-Zamora, 2023). En términos de plantas y de su desplazamiento, todo jardín está abierto a nuevos nacimientos, también a conflictos, también a simbiosis. Todas ellas, las plantas, se relacionan de manera profunda, se reconocen, se advierten. Por supuesto no solo ellas, también los hongos, también los grillos, también la temperatura, la humedad, el cambio de la llegada de la luz solar cada seis meses, mi hija y sus amigas removiendo lo posible de remover, aunque con cuidado, los pájaros que miran a los gatos desde arriba, los gatos que le hablan a los pájaros desde abajo, las cucarachas (esas sí presas de los gatos), las hormigas, los microorganismos, las bacterias, el fuego que reúne a mis amigos y también su humo, el de ambos.

 

“El planeta [es] un país sin bandera”, constata Gilles Clément (2022) en su apasionante texto: Elogio de las vagabundas. Hierbas, árboles y flores en la conquista del mundo. Justamente, y en honor a las plantas vagabundas, este autor remite al planeta como jardín y contraría “la actitud ciegamente conservadora” (p. 12) respecto a la ideación y materialización de la noción de especie exótica invasora, tema tan crucial como sensible. Termino con sus palabras:

 

El conjunto de las reacciones del entorno corresponde a lo que se denomina “la respuesta del medio”. Este término generoso engulle los interrogantes de la ciencia en una nube de hipótesis. No sabemos por qué ni cómo responde el medio, pero lo hace. Cuando un ser vivo sobreviene del exterior -una planta extranjera, una “exótica”-, el conjunto del sistema de acogida (el ecosistema) registra esta llegada y la interpreta. De inmediato se pone en marcha una red de informaciones que interactúa entre todos los seres presentes -plantas, animales, humanos- para dar lugar a la “respuesta”. El tiempo necesario para la respuesta no viene dado. Puede variar, puede ser instantáneo o durar una era geológica, no se sabe. Este tipo de incertidumbre traumatiza a los humanos hasta tal punto que uno se pregunta si la especie que se considera la más inteligente no es también la que con más frecuencia se topa con el tiempo. El vagabundeo se convierte en invasión con el pretexto de que la especie se desarrolla con cierta facilidad. Si se le encuentra utilidad (abono, cosmética, forraje, etc.), entonces desaparece de las crónicas. Ya no se habla de pestes vegetales sino de plantas útiles; en caso contrario, alimenta las neurosis nacionalistas. (2022, pp. 134-135)

 

¡Con cuanta frecuencia nos topamos con el tiempo! ¡con cuanta frecuencia consideramos ser la especie más inteligente!

 

 

 

STOP GENOCIDE IN GAZA

 

 

 


 

 Bibliografía

Alarcón-Noguera, R. y Penieres-Carrillo, G. (2013). Evaluación in vitro de extractos de hojas y flores de llama del bosque (Spathodea campanulata B.) sobre la broca del café (Hypothenemus hampei F.). Tecnología en Marcha. Vol. 26, Nº 3. Pág 39-49.

Baptiste M.P., et al. (eds). (2010). Análisis de riesgo y propuesta de categorización de especies introducidas para Colombia. Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt. Bogotá, D. C., Colombia. 200 p.

Bernal, R., et al. (2023). Catálogo de Plantas y Líquenes de Colombia. Versión 1.3. Instituto de Ciencias Naturales, Universidad Nacional de Colombia. Dataset/Checklist. https://doi.org/10.15472/7avdhn

Clément, G. (2022). Elogio de las vagabundas. Hierbas, árboles y flores en la conquista del mundo. Editorial GG.

Corporación Autónoma para la Defensa de la Meseta de Bucaramanga (2021). Formulación del Plan de Manejo de la especie invasora Spathodea campanulata P. Beauv (Tulipán africano) en la jurisdicción de la CDMB

Davis, W (2017). El Río. Exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica. Crítica.

 Federación Nacional de cultivadores de la palma de aceite FEDEPALMA (2023). Desempeño del sector palmero en 2023 y perspectivas 2024.

Gray, J. (2024). Los nuevos leviatanes. Reflexiones para después del liberalismo. Sexto piso.

 Lowe S., Browne M., Boudjelas S., De Poorter M. (2004) 100 de las Especies Exóticas Invasoras más dañinas del mundo. Una selección del Global Invasive Species Database. Publicado por el Grupo Especialista de Especies Invasoras (GEEI), un grupo especialista de la Comisión de Supervivencia de Especies (CSE) de la Unión Mundial para la Naturaleza (UICN), 12pp.

Mancuso, S. (2019). El increíble viaje de las plantas. Galaxia Gutenberg.

 Margulis, L. y Sagan, D. (1990). ¿Qué es la Vida? Tusquets Editores.

Ministerio de Agricultura de Chile, Corporación Nacional Forestal (s. f.). https://www.conaf.cl/parque_nacionales/parque-nacional-alerce-costero/ 

Ostendorf-Rodríguez, Y. (2024). Seamos como los hongos: El arte y las enseñanzas del micelio. Caja Negra.

Raz. L. y Agudelo Zamora H. (2023). Catálogo de Plantas y Líquenes de Colombia. Version 1.3. Universidad Nacional de Colombia. Checklist dataset  https://doi.org/10.15472/7avdhn

Varón P., T. y Morales S., L (2013). Arboretum y palmetum. Guía de identificación. Universidad Nacional de Colombia. Sede Medellín. 

 


 

1 Filósofa, Magistra en Estudios Latinoamericanos, con estudios doctorales en Ciencias Sociales. Investigadora en Ecología Política y otras ecologías. Docente catedrática de posgrado. Universidad de Caldas. E-mail: natalia.agudelo@ucaldas.edu.co

2 Una historia excepcional sobre el caucho amazónico puede encontrarse en Wade Davis (2017). El Río. Exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica, especialmente en los capítulos X y XI.

3 Baptiste M.P., Castaño N., Cárdenas D., Gutiérrez F. P., Gil D.L. y Lasso C.A. (eds). 2010. Análisis de riesgo y propuesta de categorización de especies introducidas para Colombia. Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt. Bogotá, D. C., Colombia. 200 p.

4 Corporación Autónoma para la Defensa de la Meseta de Bucaramanga (2021). Formulación del Plan de Manejo de la especie invasora Spathodea campanulata P. Beauv (Tulipán africano) en la jurisdicción de la CDMB.  

5 Alarcón-Noguera, R. y Penieres-Carrillo, G. (2013). Evaluación in vitro de extractos de hojas y flores de llama del bosque (Spathodea campanulata B.) sobre la broca del café (Hypothenemus hampei F.). Tecnología en Marcha. Vol. 26, Nº 3. Pág 39-49.

6 Federación Nacional de cultivadores de la palma de aceite FEDEPALMA (2023). Desempeño del sector palmero en 2023 y perspectivas 2024. 

 


Para citar este artículo: Agudelo-Sepúlveda, N. (2024). Editorial. Estar ecológico: cosechar historias de un jardín. Revista Luna Azul, 59, 1-8. https://doi.org/10.17151/luaz.2024.59.1

 


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