Estar ecológico: bosquejo y bosque
DOI: 10.17151/luaz.2024.58.1
Repito las palabras, pero no sé qué significan. No tiene demasiada importancia. Lo que está claro es que quieren para ellos nuestros bosques. Tienen el doble de nuestra estatura, tienen armas muy superiores a las nuestras, y lanzafuegos, y naves voladoras […] Matan a hombres y mujeres; no perdonan a quienes piden clemencia. No saben cantar en las peleas. Han dejado sus raíces en otra parte, tal vez, en ese otro bosque de donde ellos vienen, ese bosque sin árboles. Por eso toman venenos para poder soñar, pero sólo consiguen embriagarse o enfermar. Nadie puede saber con certeza si son hombres o no lo son, si están cuerdos o locos, pero eso no importa. Hay que expulsarles del bosque, porque son peligrosos. Si no quieren irse habrá que quemar todas esas ciudades, así como hay que quemar los nidos de las hormigas dañinas en los bosques de las ciudades. Si no hacemos nada, seremos nosotros los que moriremos en el fuego. Pueden aplastarnos como nosotros aplastamos a las hormigas.
Úrsula K. Leguin El nombre del mundo es bosque (1972)
Algunos de los libros sobre cuestiones ecológicas (eco-filosóficas o antropo-ecológicas) que he leído en los últimos años han sido escritos por autores y autoras que se sitúan cerca o hacia “arriba” del Trópico de Cáncer o cerca o hacia “abajo” del Trópico de Capricornio. La literatura ecológica situada en la latitud cero o en la franja intertropical se me ha escapado del registro cotidiano. La colección de Libros salvajes de la editorial errata naturae, en especial los textos de no ficción, evidencian este panorama, que también se hace legible en las publicaciones de la editorial Cactus, serie Occursus. Pensadores y pensadoras econtemporáneas también se sitúan en los pos-trópicos2: Vinciane Despret, Anna Tsing, Isabelle Stengers, Donna Haraway, Bruno Latour, Timothy Morton, entre otras. Incluso, filósofxs de países como Argentina, hacen parte de este situarse pos-trópico-Gaiano. Ocurre, de igual manera, con autores como Stefano Mancuso, Hans Thor, Sébastien Dutreuil, Tristan Gooley. Hay casos en los que autoras y autores se desplazan hacia la zona intertropical y sitúan allí sus investigaciones y su vida; hay casos de privilegio, donde aquellos son maravillosos viajeros que vuelan de un continente a otro, como aves migratorias.
Ahora bien, lejos de ampararme en un determinismo geográfico, me interesa indagar la diversidad de pensares ecológicos respecto a la diversidad de lugares gaianos, en algunos casos refiriéndome a las latitudes. No es de mi interés, y vale la pena anotarlo, reflexionar sobre dónde nacen los autores y si ese nacer y anidar implica una forma de ver el mundo (aunque podría estar de acuerdo con ello). La pregunta, en cambio, gira en torno a dónde están situadas sus historias y su cuerpo en las historias. Cuando escriben ¿desde qué lugar del mundo escriben?, ¿cómo se les aparece la mañana?, ¿con qué cantos se encuentran?, ¿hasta dónde se desplazan para encontrar uno o varios mundos? Es más, y está será otra pregunta que ronda esta editorial, ¿por quiénes son contadas las historias de la diversidad gaiana?
Esta corta reflexión no es, por tanto, sobre la cercanía o lejanía que tienen los autores respecto a la “Naturaleza”, sino sobre los elementos a los que prestan atención para entramar sus historias y sobre aquello que dan por sentado, o lo que se les presenta como sorpresa, en los parajes de su escritura. Probablemente, dentro de una larga lista de pensadores, Baptiste Morizot ha sido quien ha estado más cerca de los lobos, Vinciane Despret de los pájaros, Anna Tsing del hongo matsutake, Donna Haraway de las secuoyas. No es pues esta una búsqueda que se interese en registrar colonialidades en la percepción de la “Naturaleza”, sino que simplemente anhela preguntarse por el estar ecológico y los pensares ecológicos en la diversidad de Gaia.
Hasta ahora he notado que lo imaginario, lo experiencial e incluso lo especulativo que los autores post-trópico-gaianos remarcan -no podría ser de otra manera- son las cuatro estaciones. Sus juegos semánticos, sus figuras retóricas, incluso sus cortes temporales giran en torno al verano, al invierno, al otoño y a la primavera. Creer en las fieras de Nastassja Martin capitula su libro con las estaciones. Cuando un autor o autora dice “junio” ¿supone que estamos en el mismo mundo o en una Tierra uniforme? Es verano en “junio” en el hemisferio norte, debido a esta ya conocida relación entre el sol y la Tierra, la inclinación del eje de rotación de la segunda (23.5°) y la dispersión de la radiación solar. Es invierno en “junio” en el hemisferio sur, claramente por las mismas razones. Así que “junio” para Donna Haraway no es lo mismo que “junio” para Deborah Bird Rose, al menos en la segunda etapa de su vida cuando vivió con los aborígenes del Norte de Australia. “Junio”, para quien escribe esta editorial -y sobre la base de las estaciones bimodales en la línea ecuatorial- puede ser seco o lluvioso y ese “puede ser” es, estrictamente, un “puede ser”, a veces un “suele ser”, nunca un “es”.
Hay algunas preguntas interesantes a este respecto. ¿Es posible una traducción de la diversidad gaiana con respecto a las pluralidades ecológicas desde donde nos encontramos o desde donde escribimos nuestras historias? “Junio” no es lo mismo para Haraway y Bird Rose, pero puede traducirse a modo de estación. Mediados de junio es, para Haraway, el inicio del verano y para Bird Rose el verano se enrostra en diciembre. “Junio” es “diciembre”, entonces. Cada historia es, por tanto, un salto temporal o, incluso, una temporalidad extraña de múltiples espacios. Cada una de las historias que tienen a las estaciones en su vientre son cánticos a la relación entre el sol y la tierra, un manifiesto a la oblicuidad de la eclíptica, un fantástico y renovado -incluso resignificado- heliotropismo.
Para las personas que nos encontramos en la panza de Gaia (en su parte más ancha) los cambios estacionales son, básicamente, mágicos, por no decir chocantes, por no decir imposibles. Así como para quienes se sitúan en los trópicos es raro, extraño -incluso inaudito- la comprensión de la relación entre la temperatura y los pisos térmicos: con una hora de viaje terrestre se puede pasar de 17°C a 35°C o a 4°C, claramente dependiendo de hacia qué piso térmico nos dirijamos, es decir, si sumamos o si restamos metros sobre el nivel del mar. Los pisos térmicos, como sistema de medida, definen las temperaturas de acuerdo a los metros sobre el nivel del mar donde nos encontremos. Tenemos así, para el caso de Colombia, cinco pisos térmicos: cálido (entre 0 y 1.000 msnm), templado (entre 1.000 y 2.000 msnm), frío (entre 2.000 y 3.000 msnm), páramo (entre 3.000 y 4.000 msnm) y glacial (con alturas superiores a los 4.000 msnm).
Personalmente, se me dificulta la representación que tienen de sus mundos y del planeta los escritores post-trópico-gaianos. En la barriguita de la Tierra amanece a las 6 de la mañana (minutos más, minutos menos) y anochece a las 6 de la tarde (minutos más, minutos menos). Jamás se entiende, por tanto, la expresión “ocho de la tarde”. Ni qué decir, si volvemos a las estaciones, de la imposibilidad de comprender la primavera como esa única explosión de vida vegetal, de florecimiento y de color, justo meses después (en el otoño que precede al invierno) donde todo parece muerto o a punto de morir. Claro, muerto para nosotros -los humanos ecuatoriales-, no en potencia de vida como para ellos -humanos y no-humanos post-trópico-gaianos-. La primavera permanente, que tendría que llamarse de otra manera según su propia etimología, constituye el modo de estar intertropical, nuestro estar ecológico.
No se habita, sin más, a los hemisferios. Ni se quiere aquí hacer una dicotomía entre el pensar ecológico intertropical o pos-tropical. En su libro El sueño de un perro salvaje la antropóloga Bird Rose se detiene a mirar al cielo. Como se sabe, la constelación de la Osa Mayor no es visible desde el hemisferio sur, así como no es visible la constelación de la Cruz del Sur desde el hemisferio norte: “Saber que aquí, en Australia, no hay osas en la tierra le da un sentido al hecho de que no haya osas en el cielo. Y, aun así, me gusta imaginármelas brillando, preciosas, en su lugar” (Bird Rose, 2023, 99). Nacida en Estados Unidos, esta mujer de larga cabellera blanca, nos cuenta que conoció por primera vez a la Cruz del Sur por un escrito de Mark Twain. Ya instalada en Australia, mirando aún el cielo, constató: “Aunque se tarda en conocer estrellas nuevas, cuando empecé a familiarizarme con ellas me di cuenta de que, sí, estaba lejos de las Osas, pero cerca de los Cocodrilos, tanto de los celestes como de sus compatriotas terrenales” (p. 99). La comunidad aborigen de Yarralin, al Norte de Australia, no ve la Cruz del Sur de Mark Twain, ve el Cocodrilo: “las estrellas que vemos son los hombres que lo rodean, en pie, preparándose para lancearlo. La oscuridad es el cuerpo del Cocodrilo. Y el cocodrilo en sí es el centro de una historia que conecta pueblos, idiomas, culturas, árboles, caza, pozas, rutas comerciales y los fuertes vientos de septiembre” (p. 100).
“Aquel día torrencial de la estación húmeda de febrero de 1985” en el río East Alligator, Val Plumwood (2024) se encontró con un cocodrilo terrenal tan gigante como el del cielo nocturno. Su cuerpo estuvo en la mandíbula del cocodrilo de los estuarios del Norte de Australia, quienes pueden medir más de seis metros de largo. De tremenda interacción cazador-presa, Plumwood esculpe una potente filosofía que se nutre de un estar y un pensar ecológico. Desde que leí su texto, y cada vez que lo releo, no puedo dejar de impactarme por cómo una situación de peligro real (ser comido, ser alimento) pudo convertirse en una reflexión eco-filosófica. Su interés, escribe, es: “construir una filosofía capaz de celebrar alegremente este mundo en el que vivimos y comprender nuestra relación actual con la biosfera. Pero es esta posición cada vez más silenciada, que fue prácticamente suprimida del mundo. Escuchar esta voz exige que nos pensemos en términos ecológicos, en términos histórico-evolutivos” (2024, 32).
Ahora bien, su referencia al lugar -dentro de la mirada ecológica- resulta maravillosa. Tiempo después del accidente, e intrigada por las acciones que la sumieron en tal riesgo, plantea una línea de análisis fundamental:
Aquél fatídico día yo estaba en un lugar que no me pertenecía y que era muy distinto del mío, y una parte importante de la pertenencia a un lugar viene dada por el conocimiento de los grandes depredadores que lo habitan. Este conocimiento permite que nos ubiquemos en él de forma adecuada. Europa y América del Norte tienen lobos y osos, y algunos pueden llegar a representar una grave amenaza para la especie humana. Por su parte, América del Sur y África tienen muchas especies que hacen que caminar, acampar o explorar en soledad muchos de sus hábitats sea una actividad de riesgo. (p. 38).
Los humanos no estamos solos en el planeta, incluso nuestros objetos acompañantes existen solamente porque son el resultado de interacciones con todo lo demás. Plástico, metal, papel, la lapicera para las notas, el abrigo, todo, requiere de algo más que de la especie humana. No estamos solos y tampoco todo lugar nos pertenece. No en todo lugar gaiano sobreviviríamos sin más. Plumwood, en el río East Alligator, se encontró con un cocodrilo de seis metros sin estar en su búsqueda. ¿Cuáles depredadores -le pregunto a quienes leen estas páginas- están cerca de ti? Incluso ¿qué animales que no sean “apoyo a la proyección emocional y simbólica” (Morizot, 2023, 14) tienes cerca?, ¿cuán cerca?, ¿cuáles plantas, qué tipo de hongos, qué animales no mamíferos hacen audibles sus cantos, sus movimientos o extenuantes sus picaduras en tu piel?, ¿cuáles podrían ser las historias del lugar que habitas si fueran contadas por no-humanos?, ¿cómo harías una cartografía de la vida no humana ahí en el lugar en el que vives, en el que escribes? Somos testigos de una parte infinitesimal de Gaia que, muchas veces, se nos hace invisible. Apenas somos capaces de notarla en el riesgo, en el peligro o en la frustración. Los otros vivientes -fundamentalmente los animales- se nos presentan en la violencia de las imágenes del colapso ecológico y en las líneas rojas de la extinción; en la demasiado humana consideración de “sus instintos” inhumanos; mediante una caricaturesca antropomorfización y a través de retratos de caza y de encierro. Las redes sociales parecen estar hechas para celebrar la salvífica posición humana respecto a los animales silvestres, que no es más que la peligrosa condición humana de cortar todo vínculo de los animales con su vida.
Ahora bien, esto no les pasa a todos los humanos. El biólogo y geógrafo James Raffan, en su libro Ice Walker (2024), nos narra la historia de Nanurjuk o Nanuq, una Osa polar de siete años que “habita” en la laguna de Hudson, en el Ártico canadiense. Raffan pormenoriza y detalla de un modo magnífico los viajes de Nanuq, sus encuentros, su hibernación, sus partos, sus movimientos relativos a los cambios que inaugura el sol, sus formas de estar en un planeta que se transforma por la incidencia antropogénica. En idioma inuktitut -conocida como lengua(s) inuit y perteneciente a los esquimales más al oriente de Alaska, Canadá y Groenlandia- la palabra Nanuq significa “oso polar”; la palabra Nanurjuk alude a una brillante estrella en el cielo y significa “la del espíritu del oso”. A esta estrella se la conoce (en Occidente) como Aldebarán -una de las estrellas más brillantes de la noche y que es, por demás, una gigante roja-. Aldebarán, del árabe الدبران, significa “la que sigue”, estableciendo que va junto al cúmulo de las pléyades en su aparente movimiento nocturno. En el relato de Raffan se presenta el inicio de la primavera y lo que significa para el estar de Nanuq y sus crías (Sivu y Kingu): “Pasado el equinoccio del 21 de marzo, cuando el sol brilla en el cielo durante doce horas, los días se alargan velozmente. La luna se eleva sobre sus cabezas, derramando sus rayos en la oscuridad de la guarida. Por primera vez, Nanuq puede ver a sus dos cachorros” (p. 90). La primavera “permite” la salida de la osera, que se da un mes más tarde.
A finales de marzo, Nanuq está totalmente despierta y presta atención a su mundo, retoza con los oseznos cuando están despiertos y duerme con ellos cuando están cansados. La luna nueva anuncia abril y las noches se acortan. La luz se cuela por el respiradero superior. Los oseznos están más vivos que nunca: son pequeñas e intrépidas bolas de pelo con garras y dientes […] Los osos están preparados para mudarse a un mundo más amplio: un mundo en el que colisionan tradición y progreso. Hasta hace muy poco, la velocidad del cambio era paulatina, por lo que los osos podían adaptarse mientras se ocupaban de sus propios ciclos anuales. Hoy, el cambio climático y el progreso tecnológico se han acelerado, y esa transformación se produce mucho más rápido. Nanuq y sus pequeños tienen que vivir en unas circunstancias que, casi con cada capricho del destino, comprometerán su supervivencia. (Raffan, 2024, 91-92) No en primavera sino en otoño y en las montañas de Kamchatka, Nastassja Martin sobrevivió al ataque de un oso. Ella, una antropóloga francesa que estudiaba a los evenos -pueblos de Siberia Oriental-, relata cuadro a cuadro y estación a estación, lo acaecido antes, durante y después de ese encuentro. En una parte de la narración elabora un paisaje de extrema intimidad:
Pienso en mi historia. En mi nombre eveno, matukha. En el beso del oso en mi cara, en sus dientes que se cierran sobre mi rostro, en mi mandíbula que cruje, en mi cráneo que cruje, en la oscuridad que hay en su boca, en el calor húmedo y el aliento cargado, en el agarre de sus dientes que se afloja, en mi oso que, de manera brusca e inexplicable, cambia de parecer, sus fauces no serán los instrumentos de mi muerte, no me devorará. (Martin, 2021, 24)
La palabra evena matukha significa “osa”. Tal nombre fue dado a ella, por pobladores evenos, antes del encuentro que marcó su rostro, su vida y su antropología. Después, Nastassja fue llamada miedka, palabra evena que “se utiliza para designar a las personas “marcadas por el oso” que han sobrevivido al encuentro. El término remite a la idea de que esa persona es, desde ese momento, medio humana y medio oso” (p. 33). Nastassja, al igual que Val, anidó en preguntas difíciles. Sus reflexiones, respecto al ego humano -a nuestra excepcionalidad aún en los relatos- es determinante: “¿Qué ha pasado para que los demás seres se limiten a reflejar nuestro estado de ánimo? ¿Qué hacemos con su vida, con su trayectoria en el mundo, con sus elecciones? ¿Por qué, en este caso y para desenmarañar los argumentos, tengo que relacionarlo todo conmigo misma?” (pp. 76-77). La simbología también se convirtió en un problema para ella. Aquí Nastassja no pensó en la constelación de la Osa Mayor, tampoco en Nanuq, sino en lo que simboliza un oso para occidente: “La fuerza. La valentía. La templanza. Los ciclos cósmicos terrestres. El animal favorito de Artemisa. Lo salvaje. La guarida. El retroceso. La reflexividad. El refugio. El amor. La territorialidad. La potencia. La maternidad. La autoridad. El poder. La protección. La lista continúa”. (p. 77).
En Rusia existen multiplicidad de biomas: desiertos polares, tundra, bosque boreal, bosques templados, estepa forestal, etc. Además, contiene la mayor reserva forestal del planeta (815 millones de hectáreas). Viven en este territorio tres especies de osos, el pardo, el polar y el negro asiático, de características bastante diferentes. Según relata la autora, los bosques de Kamchatka se alejan por los bombardeos de prueba rusos; se alejan porque se los acaba. El impacto ecológico de las pruebas nucleares rusas en su propio territorio fue alarmante, igual a lo que hizo EEUU en el océano pacífico. Para los osos poco importa que digamos Rusia, ellos se encuentran en el Círculo Polar Ártico que, visto desde “arriba”, es una imagen que atenta contra la creencia en las fronteras.
Pasemos ahora a un otoño menos frío y hablemos de las historias que narran los árboles caducifolios, aquellos que se desnudan de hojas en esta estación. Estos árboles (distintos a los perennes o a los semi-caducifolios y que pueden ser coníferas o latifolios) se encuentran en muchas regiones del planeta y tienen rasgos distintivos con respecto a las latitudes en las que se localizan. Las condiciones climáticas, la variabilidad estacional y la tasa de precipitaciones son condiciones ecológicas que, en algunas latitudes, “permiten” el otoño. En otras latitudes, los patrones de las lluvias o los periodos de sequía (que pueden ocurrir en cualquier momento) “permiten” la caída de las hojas. No lo permiten sin más, es claramente una estrategia de sobrevivencia para conservar el agua.
En el excepcional libro de Tristan Gooley Cómo leer un árbol, se nos enseña a interpretar a los árboles, incluso, como mapas: “Los árboles describen la tierra. Si cambian, nos están diciendo que algo más también ha cambiado: se han modificado los niveles de agua, luz, viento, temperatura, suelo, perturbaciones, sal, actividad humana o animal” (Gooley, 2024, 14). En sus aventuras por Inglaterra, Tristan describe algo hermoso, digno de atención: los ojos de los árboles. Estos, que pueden verse en su tronco, son huellas de ramas a las que el árbol renuncia por la imposibilidad que tienen para captar la luz solar: la mayoría de las ramas se encuentran del mismo lado, al lado sur, y las que quedan a la sombra empezarán a ser inútiles. Una vez los árboles se desprenden de estas ramas, en una danza temporal entre aislamiento de nutrientes, corte de agua, potencia de la corteza y alimento de hongos, inicia su “cicatrización”. En el lado sur del árbol, si es que se está en el hemisferio norte, se encontrarán sus ojos, puesto que la luz solar es mayor debido, otra vez, al eje de rotación de la Tierra. Los ojos de los árboles en el hemisferio sur, por tanto, mirarán al norte. El musgo, la parte más húmeda y con menos exposición a la luz, se presenta de manera inversa en ambos casos. Pues bien ¿hacia dónde miran los ojos de los árboles en la línea del ecuador?
Los árboles desean contarnos muchas cosas. Nos hablan de la tierra, del agua, de la gente, de los animales, de las condiciones meteorológicas y del tiempo. Y también nos hablan de sus vidas, de lo bueno y de lo malo. Los árboles cuentan una historia, pero solo a quienes saben leerla. (p. 9)
Cada árbol, en cada lugar del planeta en donde se encuentre, cuenta historias. En el libro El increíble viaje de las plantas, el botánico italiano Stefano Mancuso nos enseña sobre la existencia de los árboles solitarios y nos cuenta sobre tres de ellos: el Abeto de la Isla de Campbell; la Acacia de Teneré; el árbol de la vida de Bahréin. Contaré aquí la historia que cuenta Stefano que es, a su vez, la historia contada por Chris S. M. Turney et al y publicada en Scientific Reports, que es a su vez contada por el Abeto. “La Isla de Campbell (en maorí, “Motu Ihupuku”) es uno de los lugares más remotos de la tierra […] [y se encuentra] a seiscientos kilómetros al sur de Nueva Zelanda” (Mancuso, 2019, 102). Este Abeto, con una historia de vida bastante particular desde su nacimiento, es coautor de uno de los conceptos más explosivos y debatidos de las últimas décadas: Antropoceno. Y no solo es coautor del concepto, sino coautor de la fecha en la que inicia -donde se encuentra más del 50% del debate-.
Al analizar los niveles de carbono-14 presente en los anillos concéntricos que todos los años se forman en el árbol, los investigadores identificaron un pico de isótopos de carbono debido probablemente a las pruebas realizadas en el hemisferio norte entre 1950 y 1960. Este pico de carbono-14 se evidencia sobre todo en los últimos meses de 1965. El hecho de que se detectara en el tronco de un árbol situado en un lugar incomunicado y lo más distante posible de la fuente emisora de isótopos de carbono es una señal inequívoca del carácter global de la intervención humana en el medio ambiente. (p. 110) Si los árboles nos cuentan tantísimas historias ¿cuánto nos contará una selva? Pues bien, el área intertropical de la Tierra contiene el ecosistema de selva tropical (que incluye la selva tropical húmeda; la selva monzónica; la selva de montaña). La mayoría de la franja del ecuador, que contiene una parte de Sudamérica y Centroamérica, una amplia zona de África, Madagascar, las islas del Sudeste asiático, Melanesia, Indochina y un bocadito del norte de Australia, están abrazadas por este tipo de selva de alta pluviosidad y alta biodiversidad. Se calcula que, aun representando el 7% de la superficie de tierras emergidas, contiene cerca del 90% de las especies animales y vegetales de Gaia. La franja es bastante grande si llegamos a los trópicos de cáncer y capricornio. Si, en cambio, nos permitimos una latitud menor en la exploración del inter-trópico saltan a la vista, ecológicamente hablando, la Amazonía, la selva del Congo e Indonesia (el archipiélago más grande del planeta).
En la línea del Ecuador, por ejemplo, se encuentran 13 países: Ecuador, Colombia, Brasil, República Democrática de Santo Tomé y Príncipe, Gabón, República del Congo, República Democrática del Congo, Uganda, Kenia, Somalia, Indonesia, República de Maldivas y República de Kiribati. ¿Cuáles son los relatos y las historias nacidas en las cercanías de la selva del Congo? Esta selva tropical, con un área de aproximadamente 700.000 kilómetros cuadrados (por tanto, la segunda más grande de la Tierra, y de un 10% del tamaño del Amazonas), se encuentra en el corazón de África Central e incluye siete países (República Democrática del Congo, República del Congo, Gabón, Guinea Ecuatorial, Camerún, República Centroafricana, Angola). Más amplia es la Cuenca del Congo: su área es de, al menos unos 3.730.000 Kilómetros cuadrados (e incluye a Burundi, Ruanda, Tanzania y Zambia3) . Personalmente, no conozco historias nacidas en el seno del África tropical que no hayan sido representadas bajo el conteo de especies animales y vegetales, bajo la lupa de la “administración” de su biodiversidad o bajo los conflictos de distribución ecológica.
Sin embargo, muchas deben ser las historias que se cuentan desde las selvas. Las que conozco, nacen en la Amazonía. Estas historias diversas, inscritas en ontologías otras, las encontramos fuertemente en la antropología, especialmente en los estudios etnográficos. Una clara muestra se da con Bruce Albert y Davi Kopenawa en El espíritu de la floresta; con Eduardo Kohn en Cómo piensan los bosques; con Eduardo Viveiros de Castro en sus reflexiones sobre el Perspectivismo Amerindio; con Wade Davis en El río. Esto, por supuesto, no significa que solo a través de la “traducción” académico-antropológica se hagan audibles las voces de la Amazonía, aunque sean estas traducciones cajas de resonancia de las palabras y narraciones de comunidades amazónicas. Tampoco significa que no existan otros investigadores ni otras obras ni otras narrativas escritas o no escritas.
[…] para los yanomami, el término urihi a se refiere tanto a la formación vegetal de la floresta como al espacio terrestre que la sustenta. Es al mismo tiempo el nombre de su territorio –“la floresta de los seres humanos” (yanomae thë pë urihipë)- y del mundo –“la gran tierra-floresta” (urihi a pree). Urihi a es, literalmente, recordando de nuevo el título de la novela de Úrsula K. Le Guin The Word for World is Forest (1972) el nombre del mundo [es bosque]. (Albert y Kopenawa, 2023: 175)
Como en el caso de las estrellas y las constelaciones, con sus nombres distintos y sus otros referentes, la selva, la floresta, y urihi a, son enunciaciones o palabras que hacen mundos y que los reproducen. No son, pues, referentes de un objeto unívoco o universal. He ahí una de las razones por las que la palabra “Naturaleza” requiere de erradicación manual, precisa y laboriosa. Declarar sin más su muerte o su inexistencia causa graves colapsos epistemológicos entre humanos porque, claro está, somos quienes reproducimos desde hace siglos ese universal patológico y dicotómico. Ahora bien, como en el caso de la dirección de los ojos de los árboles o de las estrellas visibles o invisibles en los hemisferios, es el estar ecológico el que permite la diversidad de pensares ecológicos. No hay una sola manera de estar o de pensar las interacciones. La complejidad de Gaia, sus distintos y distintivos biomas y ecosistemas, nos “permiten” devenir gaianos, devenir otros en tanto que lugares, en tanto que hemisferios, en tanto que luz solar, en tanto que sistema Tierra-Luna. El pensar ecológico (explorado en las editoriales precedentes) no es, como se ha visto, propiamente humano, no le (nos) pertenece. Tampoco el estar ecológico que jamás será omnipresente:
La cualidad semiótica de la vida -el hecho de que las formas que toma la vida son el producto de cómo los sí mismos vivientes representan el mundo alrededor de ellos- estructura el ecosistema tropical. Aunque toda la vida es semiótica, esta cualidad semiótica se amplifica y se vuelve más visible en el bosque tropical, con sus incomparables tipos y cantidades de seres vivientes. Esta es la razón por la que quiero encontrar maneras de estudiar cómo piensan los bosques: los bosques tropicales amplifican, y por lo tanto pueden hacer más evidente para nosotros, la manera en que la vida piensa. (Kohn, 2021, 107)
Eduardo Kohn en Cómo piensan los bosques. Hacia una antropología más allá de lo humano, libro al que acabo de hacer referencia, alude a las redes de pensamientos vivientes como “ecologías de seres”. La experiencia singular (y evolutiva) permiten la inteligencia de los seres vivos y tales inteligencias implican, también, las formas en las que los seres se relacionan, definiendo “los patrones que toma la vida en la selva alrededor del Ávila4” (p, 108). Para ejemplificar, Kohn nos cuenta sobre las colonias de las hormigas arrieras. Una vez al año, estas “colonias ampliamente dispersadas descargan simultáneamente cientos y cientos de hinchadas hormigas reproductoras aladas, y las envía volando hacia el cielo de la mañana para que se apareen con las de otras colonias” (p. 108). ¿Qué es lo interesante de esta cuestión? Ya nos lo dice el autor:
El problema de determinar cuándo volarán las hormigas puede decirnos algo de cómo el bosque tropical llega a ser lo que es: una cacofónica red con múltiples niveles, emergente y en expansión, de pensamientos mutuamente constitutivos, vivientes y en crecimiento. Debido a que en esta zona del trópico ecuatorial no hay marcados cambios estacionales en la luz del sol o en la temperatura, ni tampoco un florecimiento primaveral que les corresponda, no hay ninguna pista estable externa a las interacciones entre los seres del bosque que determine o prediga cuándo volarán las hormigas. La medición de momento de este evento es un producto de la predicción coordinada de regularidades meteorológicas estacionales, así como una orquestación entre especies diferentes, competitivas e interpretantes. (Kohn, 2021, 109)
La predicción del vuelo de las hormigas para los habitantes runa del Ávila, tiene que ver con diversos elementos ecológicos descritos por Kohn: lluvias fuertes que incluyen rayos y truenos, inundaciones de ríos; un periodo de tormentas que clausura a uno de sequía y que ocurre alrededor de agosto: “la gente trata de predecir la emergencia de las hormigas a partir de vincularla con una variedad de signos ecológicos asociados con regímenes de fructificación, aumentos de la población de insectos y cambios en la actividad de los animales" (p. 109). Y no solo la gente runa del Ávila sabe cuándo vuelan las hormigas, anfibios, algunos felinos y murciélagos también prestan atención. Su hora de salida, 5:10 de la mañana según las notas de Kohn, permiten que su especie no alada le cuide de algunos depredadores, al menos hasta que alzan vuelo. Ahora bien, a esa hora les queda poco de vigilia a los murciélagos y los pájaros aún no han despertado: “La precisa elección del momento oportuno para el vuelo de las hormigas es un resultado de una ecología semióticamente estructurada. Las hormigas emergen al alba -esa zona borrosa entre la noche y el día-, cuando es menos probable que los depredadores diurnos y nocturnos las perciban”.
Las historias entrecruzadas y narradas desde cada punto de las diversidades de Gaia, no necesariamente en tinta sobre papel, son más-que-humanas. Y he aquí lo interesante: ¿cómo atienden nuestras historias humanas a la geografía, a cada lugar, ecosistema o bioma desde donde escribimos?, ¿sobre quiénes escribimos?, ¿cuántas interacciones notamos? ¿cómo aprendemos de los signos de otras escrituras no-humanas? En definitiva, la Tierra, único planeta que habitamos y que habitaremos, es inenarrable como totalidad porque cada uno de los puntos que alberga, que son a su vez nodos y, por tanto, se interrelacionan de manera profunda y compleja dentro de la red del fenómeno vida, no se nos hacen visibles ni palpables, tampoco audibles. La singularidad de cada ecosistema, de cada nicho, de cada bioma, por más que sea taxonomizado o catalogado respecto a sus características comunes, se escapa del conocimiento humano, como se escapa mucho de lo no-humano.
Además de las fundamentales reflexiones de Lovelock y Margulis respecto a Gaia (hipótesis Gaia), y sumando la preciosa defensa de Latour (2017) sobre tal denominación mitológica, Gaia es, también, el resultado asombroso del encuentro de amistades estelares y espaciales. La relación del sol y la Tierra, el binomio del sistema Tierra-Luna “permiten” que las singularidades geográficas sean singularidades de los vivientes. Toda interacción de lo vivo y de lo no vivo está situada y permite su ampliación y su resonancia en tiempo y espacio (gaiano). La radiación y la energía solar, el eje de rotación de la Tierra y sus movimientos (que hemos relatado como estaciones), la influencia gravitatoria de la luna y la cortesía de acompañar, aunque en primer plano, a las estrellas, son condiciones fundamentales para la existencia de la vida. Sin embargo, no son condiciones suficientes para el mantenimiento de muchas de sus manifestaciones. Volvamos nuestros afectos a la Tierra y dejemos ser a Marte un punto de luz roja en el cielo nocturno, aun menos brillante que Aldebarán. Marte (homónimo del dios romano de la guerra, la virilidad y la violencia -entre otras-) es el Ares de la mitología griega, dios Olímpico de la guerra, hijo de Zeus y Hera y padre de Fobos (miedo) y Deimos (terror), nombres que llevan sus lunas (o asteroides capturados). Dejemos a esa historia por fuera de Gaia, máxime en un momento en donde los milmillonarios del tierra-fuguismo han puesto sus lanzafuegos y sus naves voladoras en el centro del poder político mundial.
STOP FASCISM
Bibliografía
Albert, B. y Kopenawa, D. (2023). El espíritu de la floresta. Eterna cadencia editora.
Bird Rose, D. (2023). El sueño del perro salvaje. Amor y extinción ante la crisis ecológica global. Errata naturae.
Gooley, T. (2024). Cómo leer un árbol: aprende a interpretar las formas de las raíces, los troncos y las hojas. Ático de los libros.
Kohn, E. (2021). Cómo piensan los bosques. Hacia una antropología más allá de lo humano. Hekht libros.
Latour, B. (2017). Cara a cara con el planeta. Una nueva mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas. Siglo veintiuno Ediciones. Mancuso, S. (2019). El increíble viaje de las plantas. Galaxia Gutemberg.
Martin, N. (2021). Creer en las fieras. Errata naturae.
Morizot, B. (2023). Maneras de ser viviente. Ediciones Isla Desierta.
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1 Filósofa, Magistra en Estudios Latinoamericanos, con estudios doctorales en Ciencias Sociales. Investigadora en Ecología Política y otras ecologías. Docente catedrática de posgrado. Universidad de Caldas 2 A la zona que se encuentra entre los trópicos de cáncer y de capricornio, y que incluyen en su centro a la línea del Ecuador, se le llama trópico (también intertrópico). Empleo la palabra pos-trópico para especular sobre la existencia de una zona que incluye cada trópico (cáncer o capricornio) sin incluir la línea del Ecuador. La zona restante, reducida en grados de latitud, sería una la zona intertropical, no la tropical. 3 Se excluyen de la cuenca Gabón y Guinea Ecuatorial 4 Lugar de la Alta Amazonía, a 130 kilómetros de Quito -como lo dice el autor Para citar este artículo: Agudelo-Sepúlveda, N. (2024). Editorial. Estar ecológico: bosquejo y bosque. Revista Luna Azul, 58, 1-11. https://doi.org/10.17151/luaz.2024.58.1
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